Me recibí de
profesor de Historia, la familia encantada, el primer universitario de toda la
prole. Esperé y esperé, son tiempos donde no se pueden extender promesas
incumplidas. Cuarta generación de albañiles –dijo Vicente, mi padre– y
palmeando mi espalda aseguró un trabajo, como peón de albañil, que iniciaba al
día siguiente. Era capataz de una obra.
Ni bien llegó el
arquitecto, mirando con cara de “aquí se hace lo que yo diga”, dio órdenes
contradictorias, absurdas y se retiró en su flamante 4x4. Mi viejo nos reunió a
todos, nos puso al tanto. Los arquitectos no saben nada de construcción, pero
son intermediarios del patrón. Debíamos decir que sí y luego él, como capataz,
ordenaría lo que debía hacerse, olvidando las palabras del “bueno para nada”.
Aseveró que Domingo, mi bisabuelo y Remo, mi abuelo le dieron los instrumentos
para defenderse de aquellos analfa-funcionales. Con una mano me apretó el
hombro y con la otra me extendió una pala. Nunca pensé que nuestra inversión
para tus estudios terminaría aquí, pero tené confianza, Ramón, ya aparecerá
alguna cosa.
Iba adquiriendo
habilidad y al año pasé a ser Medio Oficial de Albañil. Siguieron dos casas
trabajosas y me nombraron Oficial Albañil. Antes, contaba mi bisabuelo Domingo,
eso se festejaba con honores de carne asada y vino patero, ahora llegás al
laburo y el capataz te dice sos esto y punto. Yo disfrutaba los cuentos de mi
bisabuelo Domingo y mi abuelo que se esmeraban en brindar testimonios de sus
vidas en la construcción. De día trabajaba con ellos y de noche escribía acerca
de sus vidas, tomando nota con nombres y fechas, estas últimas las
proporcionaba el abuelo Remo, memorioso, de insólita curiosidad, conocía los
nombres de los primeros frentistas de Tandil. Su padre, Domingo, desde su silla
eterna, asentía con la cabeza y deslizaba detalles que los otros desconocían.
Personas
serenas, orgullosos de su oficio, amaban los recuerdos atesorados y desplegados
en mis oídos resultaban sinfónicos. Las tres generaciones sólo nostalgiaban el
olor del asadito, el reposo del almuerzo, la envidia de las gentes que volvían
de sus trabajos carpeteando la carne en la parrilla improvisada.
Dejar sin
asadito al personal de la construcción fue un asesinato.
Un editor, loco,
porteño, publicó aquellas aguafuertes. La primera edición se agotó en una
semana.
Doy clases de
Historia en la UBA y algún sobreviviente lector de libros se acerca, con
inusitada timidez, a felicitar al autor. Suelen ser alumnos rara-avis. Soy un
tipo grande, tal vez viejo, será por eso que me emociona cuando el alumno dice
ser hijo o nieto de albañiles. Todos coinciden en el homicidio del asadito, que
ahora nos iguala.

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