El primo Alberto
era el preferido de mi abuela Laura, el sentimiento fue mutuo. Hay fotos que lo
muestran en Ostende, con un perfil de estatua mirando al Este, con una espalda
perpendicular a la tierra, una rodilla flexionada a 90 grados, apoyo de un brazo
fuerte y relajado donde una mano distinguida, con dedos de arpegio, hacía nada,
que según las mujeres de la familia, era su actividad predilecta. Laura está a
su lado, enhiesta y de perfil hacia el Oeste. Según mi madre, ambos
fotografiaban de perfil para encubrir los ojos demasiado juntos. Alberto
aparece con un traje de baño, cuya parte superior es una especie de musculosa
blanca, prístina y unas bermudas oscuras hasta las rodillas. El pelo cortado al
hachazo, lacio como brocha y brillante como alas de cuervo. Tiene un aire de
Buster Keaton. Mi abuela lleva una malla negra, austera, pero deja ver unas
piernas perfectas, a partir de sus rodillas, el escote no es generoso, pero sus
pechos son firmes y acotados. Tiene una mano apoyada en la frente, destacando
un gesto laisser faire. El codo descansa en el hombro de Alberto. Cuando mi
abuelo viajaba sus depresiones por lugares lejanos, mi abuela Laura vacacionaba
con sus hijos y el primo Alberto.
Alberto les
tenía fobia a los agentes bacterianos de los objetos y del aire. Cruzaba las
calles con pañuelos blancos apoyados en nariz y boca. Si hablaba por teléfono
público, colocaba un pañuelo en la escucha y otro en el habla. Terminada la
charla, desechaba los pañuelos en cestos de basura públicos. Si arribaba a una
casa amiga o familiar, donde era informado de gripes o febrículas, huía de
inmediato. Llegaba a su casa y aseaba sus manos con jabón y cepillos de
distintas densidades. Comiera donde comiese, inspeccionaba las copas con
lentes, a contraluz y el resto de la vajilla también. Ingerir alimentos fuera
de su casa era un sacrilegio que su cuerpo no podía perdonar, su mente menos.
Para Alberto lo único impoluto sobre la tierra, además de su propia persona,
era mi abuela Laura.
Decía que el
transporte público, las aglomeraciones, los bancos de sentarse, como los bancos
de dinero, los hospitales y las familias multíparas, eran un atentado
permanente para la salud del cuerpo.
Alberto, como
casi todas las personas, un día murió. Su fallecimiento se debió a un cáncer de
pulmón, que le produjo una irrefrenable adicción a la morfina. Mi abuela Laura
lo tenía en una foto, vestido de mannequin vivant. Había un ramillete de
violetas cerca de su retrato, no demasiado cerca, por respeto a Alberto y su
fobia a las flores. Las consideraba agentes de dudosas intenciones.

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