Fueron adoptadas
en consignación, tenían sus nombres de nacimiento. Pola y Eduviges. Niñas
silenciosas y amables, al cabo del año, se las aceptó. Los padres hacían
diferencias notables, hasta frente a desconocidos. Pola era la bella,
inteligente, ocurrente y rubia. Eduviges tenía una fealdad dolorosa, se le
atribuía escasez de comprensión y la piel oscura hacía dudar que fueran
hermanas.
La bella
estudiaba piano, francés, latín, griego y esperanto. Vestía con ropa del Corte
Inglés y cantaba con voz de ángel, solicitada por coros religiosos y de los
otros. La otra niña era cubierta por guardapolvos grises y se ocupaba de la
limpieza cotidiana, bajo las órdenes de dos mucamas impías que tomaban provecho
de la situación y le otorgaban tareas no acordes a su edad.
Tenían algo en
común las hermanas, el dormitorio y el cuarto de juegos. Se querían y
respetaban, ajenas a los mandatos parentales. Cuando Eduviges lloraba
injusticias en su cama, Pola la abrazaba, le cantaba canciones en francés y le
contaba cuentos en castellano, que terminaban bien. Cuando Pola se casó, llevó
a su hermana a vivir con ella. La única preocupación de los padres fue que
debían contratar una mucama nueva. Balú, el marido de Pola, le dio un lugar de
honor en la casa y descubrió que el sentido común y la inteligencia de
Eduviges, tenían valor de consulta para las decisiones domésticas. Pasados
cuatro años sin tener niños, Pola y Balú decidieron adoptar uno. La casa fue
iluminada con el arribo de Honorato. El matrimonio, al cabo de veinte años,
festejó con una segunda luna de miel, alentados por Eduviges, que prometió
ocuparse del sobrino. Pasarían tres meses recorriendo el mundo. Balú dejó una
importante suma de dinero en efectivo y una chequera, para que Eduviges
manejara a discreción.
Cuando quedaron
solos, la casa pareció enorme y ambos, hartos de temores nocturnos, decidieron
compartir el cuarto de Pola y Balú. Visitaban el Zoológico con frecuencia, iban
al cine, al teatro, comían en los mejores restaurantes y se desafiaban a ver a
quién se le ocurría la cosa más exótica para divertirse. Honorato apareció un
día con treinta cajas de vestidos y sombreros para Eduviges. Esta se emocionó
tanto que firmó el cheque sin reparar en la suma. El sobrino vestía trajes de
su padre que le quedaban perfectos. Asistían a veladas de gala en el Colón, con
atuendos majestuosos y luego en la casa tomaban champagne a lo pavote. Eduviges
transformó sus recatados botones hasta el cuello por generosos escotes y los
rodetes austeros se derrumbaron en rizos negros. Honorato sonreía al ver a su
tía tan cambiada y elogiaba esa belleza, otrora tan oculta. Ella se ruborizaba
y no lo podía mirar a los ojos. Él aprovechaba para observar esas largas
pestañas de seda. Una noche de frío polar se hicieron cucharita, para darse
calor. De la cuchara al tenedor y de aquél al cuchillo de la pasión. La
ceremonia se hizo cotidiana.
Cuando los
padres regresaron no hubo que explicar nada. Los encontraron dormidos como
ángeles, que retozaron como diablos, en su propio lecho. Balú se refugió en la
despensa, riendo como un loco. Pola lo seguía llorando y con hipos decía que
catorce años de diferencia eran demasiados, que cómo pudieron, que no era
natural. Balú la sentó en sus rodillas y le murmuró que no arruinara su
embarazo reciente con lágrimas. Todo era un milagro, le decía. La casa es
grande, le decía. La sangre es independiente, le decía. La edad es un número,
le decía.

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