Era un
especialista. El mejor. Tenía un gesto duro, mejor que sonrisas dibujadas. Una
meticulosa revisación, sus manos eran su instrumento. Tocaba aquí y allá y en
vez de diga treintitrés te hacía decir veintiuno.
El doctor
importante avisa el diagnóstico con un discurso breve:
—Hay que operar,
se trata de un divertículo prolífico, que corre de lugar todas las vísceras,
adiós.
Los allegados
tomaron un tinte blanco, el hijo, alucinado, salió del hospital para espiar el
quirófano, su madre aliviada. El chico dijo que la iba de doctorcito fino y
parecía un ser humano vacío, cuyo único interés era el dinero. Tenía un físico
carnoso, grasa colgante y ojos ávidos...la madre lo interrumpe:
—No tenemos
dinero para la operación de este doctor fino, tenemos que buscar un doctor
ordinario.
El edificio se
venía abajo, atendió una secretaria vieja, con doble giba y granos con pelos.
Tardó en comprender que veníamos con un enfermo. Una voz suave dijo desde el
consultorio:
—Que pase el
siguiente.
Entramos juntos
y el doctor dijo que prefería atender de a uno, puede ser el paciente con una
compañía, su esposa. La mujer tenía la mano entumecida de cómo su marido la
apretaba.
Este doctor
también usaba las manos, pero de otro modo, tal vez estudiaron en diferentes
conservatorios. Le palmeó los hombros y le dijo que estaba sano de pies a
cabeza.
El ex-enfermo
quedó mudo, la mujer aplaudía.
—¡Excelente!
Usted es una persona excelente.
Cuando se iban
abrazó al doctor y le estampó un beso en la boca.
El doctor no
supo cómo quitarse el rouge.
—Con el pañuelo
quedará manchado y mi esposa va a preguntar, como fue. Le voy a decir que la
amante es mi secretaria. Un tiempo se dejará de joder.

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