En el aeropuerto
le robaron el equipaje. Le dio risa tanto gesto de preocupación en los
maleteros y ni dejo de búsqueda. Cayó en cuenta, había llegado a casa. Tomó un
taxi que la condujo donde quiso. No le cobró nada, si le dejaba la mochila,
quedaban a mano. Quintina obedeció la sugerencia por intuición y por las dudas.
Entró en la villa de noche. Tres mujeres amuchadas en un rancho de chapas le
ofrecieron una colchoneta sucia y engrasada como la Historia argentina.
Quintina se tiró y no escuchó más nada.
Al despertar
comprobó que estaba sin zapatillas ni vaqueros. Hábil en subterfugios, estiró
su remera hasta llegar a minifalda. Cruzó el lugar sin mirar a nadie. Un hombre
afable le cortó el paso. Se presentó como el cineasta de la villa. Dijo conocer
gente buena y la invitó a sus oficinas. Quintina aceptó con la promesa de unos
mates con tortas fritas. Dos habitaciones de ladrillo y la tecnología adecuada
y humilde para el trabajo de filmación. El hombre proyectó tres de sus mejores
cortos. Cuando escuchó el llanto quedo, de Quintina, él también se emocionó y
le regaló tres copias a modo de despedida.
Caminó toda la
mañana y encontró la casa, vieja y semiderruída. Allí había un cuarto exiguo,
donde vivió y estudió. Pidió permiso y le dieron la llave. Entró al lugar
vacío, abrió la ventana que daba al árbol. Se le dio vuelta el corazón. Una
pared de cemento tapiaba aquel recuerdo de hojas verdes limpiando sus pulmones,
quitando de la pieza el humo de la noche. Se extinguió el olor a pino y alhucema.
Partió casi corriendo de aquella pesadilla. La librería mutó en privadito y su
amiga en puta fina. A Quintina le asombró el abrazo y el souvenir de despedida:
cuatro forros usados por escritores ignotos.
Tropezó en
Puerto Madero con el novio aquel del viaje a Praga. Preguntó qué hacía. Él
respondió, con ojos drogados, que le pagaban miles de euros por escribir la
biografía de un tal Besugo Malano, gremialista pervertido, columna vertebral
del Movimiento Intestinal. Ella recordó la separación, tan dolorosa que al
final resultó un beneficio. Cerró aquel duelo con una grapa Valle Viejo al
paso, en una esquina sin ochava. Con el último dinero tomó un taxi hasta la
embajada de Italia. El tachero contó en el viaje que trabajaba catorce horas
por día, la miró por el espejito y con ojos de triunfo dijo
—Gracia a dió.
En la embajada
no creyeron su historia por portación de aspecto. Cuando nombró al erudito para
quién trabajaba, construyeron pasaporte, visa, cuatro mudas de ropa y el
pasaje, en menos de tres horas. Cuando el avión sobrevoló Buenos Aires,
Quintina miró agradecida su lugar de origen, que le brindó la posibilidad de
vivir en Bologna, como brazo derecho del semiólogo Humberto. Tenía dos
computadoras, en un establo solitario de una granja añosa y desde allí
trabajaba cuatro horas por día. Lo demás era caminar entre girasoles, con un
horizonte liso, parecido al de su tierra.“¡Gracias Italia!” pensó Quintina
“…desde aquí, es seguro que Argentina no llora por mí y yo de lejos la quiero
más. Ahora, éste es mi lugar. ¿Capito?”
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