martes, 17 de mayo de 2016

CHEN CHIN WANG

                                                                               
   Se desató una tormenta en pleno vuelo, avisaron que nos pusiéramos los cinturones. Las azafatas, con cara de rivotril  advirtieron que había que estar preparados.
   El impacto de los truenos, casi sesgando el avión, hizo que la tripulación, saliera a tranquilizar a los pasajeros. Había que aterrizar en el agua. Mientras hablaban se sintió un impacto. Amerizaron entre sacudidas violentas. Se escuchaba la voz de pito de una  azafata.
—No entren en pánico, nuestra nave es un hidroavión y está intacta.
   Un pasajero marinero respiró cuando hizo desaparecer su mal pálpito. Lo tenía al lado, me miró y dijo —Es una estupidez viajar por el aire, te digo que a mí no me agarran nunca más.
   Flotábamos en el océano y las olas mansas dibujaban alguna expectativa utópica. Todos teníamos una ínfima esperanza. Me sentí confundido cuando divisé, a través de mi ventana, un archipiélago selvoso, por detrás, un elevado peñasco, casitas distantes una de otra.
   El pasajero con más entrenamiento fue el encargado de nadar hasta el peñasco, era yo y no lo digo por vanidad, sino por entrenado. Buenas personas esperaban en la costa y con antelación, avisaron a prefectura.
   Cuando bajaron todos a tierra, vieron cómo el sol multiplicaba sus últimos rayos en las lejanas esculturas del peñasco. El avión, en la costa, parecía un paquete en reposo merecido. Nuestras sombras formaban manchas cuando caminamos bajo la luna hasta el pie del peñasco llamado Chen Chin Wang. Salimos en los medios del mundo. En todas las fotos estoy yo, en el medio, con el gorro del marinero. En una me sostienen en alto, se van a dar cuenta enseguida que soy yo.
Y no es por vanidad.
                                                                    

No hay comentarios:

Publicar un comentario