Se desató una
tormenta en pleno vuelo, avisaron que nos pusiéramos los cinturones. Las
azafatas, con cara de rivotril
advirtieron que había que estar preparados.
El impacto de los
truenos, casi sesgando el avión, hizo que la tripulación, saliera a tranquilizar
a los pasajeros. Había que aterrizar en el agua. Mientras hablaban se sintió un
impacto. Amerizaron entre sacudidas violentas. Se escuchaba la voz de pito de
una azafata.
—No entren en pánico, nuestra nave es un hidroavión y está
intacta.
Un pasajero
marinero respiró cuando hizo desaparecer su mal pálpito. Lo tenía al lado, me
miró y dijo —Es una estupidez viajar por el aire, te digo que a mí no me
agarran nunca más.
Flotábamos en el
océano y las olas mansas dibujaban alguna expectativa utópica. Todos teníamos
una ínfima esperanza. Me sentí confundido cuando divisé, a través de mi
ventana, un archipiélago selvoso, por detrás, un elevado peñasco, casitas
distantes una de otra.
El pasajero con
más entrenamiento fue el encargado de nadar hasta el peñasco, era yo y no lo
digo por vanidad, sino por entrenado. Buenas personas esperaban en la costa y
con antelación, avisaron a prefectura.
Cuando bajaron
todos a tierra, vieron cómo el sol multiplicaba sus últimos rayos en las
lejanas esculturas del peñasco. El avión, en la costa, parecía un paquete en
reposo merecido. Nuestras sombras formaban manchas cuando caminamos bajo la
luna hasta el pie del peñasco llamado Chen Chin Wang. Salimos en los medios del
mundo. En todas las fotos estoy yo, en el medio, con el gorro del marinero. En
una me sostienen en alto, se van a dar cuenta enseguida que soy yo.
Y no es por vanidad.
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