Lo tenía en la
cabeza y nunca le puse letra. Daba para escribir un cuento, algo traje:
cuaderno y birome. Dicen que la pureza del aire me asegura una cura casi total.
Era un lugar que miraba las montañas cubiertas de verdes. Nosotros teníamos
reposeras y una galería donde la brisa no corría, caminaba. Papel y birome
conectaban mi pensamiento y pude transcribir. Mi compañero Bicho tosía toda la
noche. Un día me pidió que leyera mis apuntes en voz alta, para distraer el
dolor de sus pulmones. En un momento interrumpió,-“Aquí la pausa debe decir
algo.”- Bicho lo afirmaba con una seguridad pasmante. A lo largo de la lectura
hacía intervenciones y proponía lentitud en las acciones de los personajes.
Modifiqué mi
cuento con las sugerencias de bicho. No escribía cuando él dormía. Esperaba que
terminaran sus dolores para leer en su oreja, me arrancó la birome y el
cuaderno con firmeza, como si tuviera premura para seguir mi cuento, como si
fuera suyo. Me agarró el sueño, amanecía con un rayo de sol y la boca seca.
Escupí un poco de sangre en una tohalla, pero poco. Tenía dolores cuando
respiraba y mis pulmones funcionaban con intermitencias. Tuve miedo de morir.
Miré a la cama de Bicho, el cuaderno lo apretaba contra su pecho.
Llegó una enfermera
y no pudo quitar el cuaderno de su pecho ni la birome de su mano. Yo arrebaté
ambas cosas. Luego de su traslado definitivo, no lo voy a nombrar, lo extrañé.
Leí el cuento largo o novela corta. Tenía gotas de sangre en todas las hojas.
Con letra roja decía “Autor: Bicho Meyer.”
Lo publicaron
con el nombre de su autoría. Yo me quedé con los originales. Cada mancha que
descubro me empuja a escribir como un escritor al que no le alcanzara la vida,
ni para firmar con su nombre sus propias palabras.

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