El espejo le devolvía una anciana de pelo blanco y ojos
licuados. Se coronó con un sombrero de astrakán y un sobretodo de la misma
piel. Cumplió noventaytrés y se regaló ir al banco sola. Sin su acompañante
hija y sus satélites nietos, vaya a saber quiénes, Adelina olvidó los
parentescos. Hacía mucho que vivía de recordar, por eso le costaba llevar tanto
nombre nuevo en la cabeza.
Cuando hacía la cola, contaba los que faltaban para llegar
a ventanilla. Tenía la columna destruida por la espera. Cuando estuvo frente al
cajero extendió su documento e infinidad de papeles que ella ordenó
prolijamente. Le pagaron de inmediato, Adelina volvió a contar los billetes
frente al cajero, abrió su cartera y los acomodó de mayor a menor. Juntó sus
papeles y le pidió al empleado que los abrochara. Hasta no terminar con el
orden de su cartera, Adelina, no se movió de la ventanilla. Le costaba
desplazarse, los bastones fueron usados para abrirse paso entre tantas
personas. Le pegó en la cabeza a un niño, de unos ocho años, nadie más que
Adelina lo notó y el niño, que lloraba. Niños de esa edad que ligan bastonazos
hay miles, uno más no era nada, pensó Adelina, cuando alguien la empujó a la
giratoria. La mitad del tapado quedó atascada entre la puerta y la calle. Los
caminos eran dos, o partir la piel y salir con un agujero, quien sabe de qué
diámetro. Eligió lo otro, se quitó el abrigo y lo dejó ahí en la puerta, que
giraba y giraba sobre un caniche muerto hacía tiempo.
Cuando Adelina se acomodó el sombrero dos chicos le arrebataron
la cartera. Se acercó a un agente del orden y le explicó lo sucedido. El agente
ni escuchó, le pidió un taxi, la ayudó a subir y le alcanzó los bastones.
Adelina, cuando recibió el segundo bastón, lo impulsó con ambas manos sobre la
garganta del agente. El tachero miraba por el espejo retrovisor, le preguntó su
domicilio y salió a mil.
Interminables preguntas de su confusión de parientes,“—¿Y el otro bastón? ¿Y el saco de piel? ¿Y la cartera? ¿Y
los documentos? ¿Y el dinero?” Adelina no contestó nada, estaba tan contenta:
hizo el trámite sola. Le salió impecable, el resto fue ajeno a su voluntad.
Tomó la sopa y se encerró en su cuarto. Prendió la tele y buscó desesperada los
canales de noticias, el tipo del bastón atravesado tenía que salir. Después de
ochenta y cuatro propagandas del gobierno, apareció él. Se dio cuenta por el
uniforme y el cuello. La ambulancia llegó tarde. Una pena, pensó Adelina, apagó
y se durmió.

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