Hay un pendejo
boludo que sale con su moto, haciendo ruido a cuetes o balas. Rodea la plaza y
la única diagonal chica que conozco en Tandil, donde vivo. Los viejos o no
están o le dan permiso. Los sábados. Todos los sábados.
A mí me parte la
inspiración nocturna de escribir con el beneficio del silencio. Tengo pensadas
venganzas, como tirarle bolitas en la calle, o atar tanzas de árbol a árbol,
para que al pasar lo decapite. Y no lo perdono, arruinó mis mejores cuentos,
como éste que lo tiene a él como protagonista.
Cuando era chico
su madre lo llenaba de comida y su padre de perfume.
Resultó ser un
alumno aplicado, que se desaplicó por la era de la moto sin casco. Lo veía en
el supermercado, típico chico de los mandados. Cortaba el césped de su predio,
blanqueaba la casa todos los años y lavaba los autos una vez por semana.
Se reveló a la
esclavitud, compró por monedas una moto robada. Lo salvó de la delincuencia
ignorar que era robada.
La íntima
posibilidad de terminar mi cuento fue ese sábado. Hablé con el pibe para que
suspenda esa noche motoquera, cumplió con su palabra. Yo, por las dudas,
instalé las tanzas. En la noche, a las dos de la mañana fueron decapitados
cinco motoqueros, él estaba entre ellos. Pude terminar mi cuento, no era tan
mal pibe.
Lamenté los
otros cuatro, ya se encargará la policía de encontrar al culpable.

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