Yo sé que estuve mal, no debí trincar a mi vieja, a mi viejo, a mis hermanos y a los perros.
Ellos no me denunciaron nunca. La última vez pidieron que fuera al lugar más lejano que encontrara y no volviera más.
Llegué al Obelisco, pregunté por el Seminario, donde se estudia para cura. Tardé mucho exprofeso, quería pensar, no estaba muy seguro. Lo primero que me preguntaron fue qué sabía hacer.
—Trincar ─les dije─ es lo único que hago.
Ellos, eran dos y se pasaban el rosario de una mano a otra, como si fuera una pelotita. Agregué que tenía la mejor referencia de las que existen, mi propia familia.
—¿Y qué es trincar?
El más viejo dijo que era lo mismo que hacían muchos de ellos. Se refería a él también y sonreía complacido. A la semana de estar ahí se me fueron las ganas de trincar, comprendí que si no eran familia no pasaba nada.
Con dificultades múltiples, en tantos días de viaje, llegué a casa. Los perros salieron a recibirme, luego mis padres y mis hermanos.
Me abrazaron y perdonaron. Yo sé que estuve mal. Trabajé rotulando, sembrando, cosechando.
Animales mi viejo no tenía. Estaba orgulloso de mis tareas.
Una noche encontré una vaca que apantallaba sus ojos con pestañas de seda gruesa. Y bué, mugido más, palabra menos, me vinieron ganas de trincar.
Qué Teta, Dios, qué buen diseño la tetota.

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