Me sentía feliz
cuando pintaba aguas tranquilas, esos días bocetaba y el resultado era…
—Me gusta,
tendrías que venir más seguido, no sabés cuando lo conozcas.
Enriqueta sintió
la molestia de un testigo de su trabajo.
—¿Cuándo lo
conozca? Me vas a presentar alguien y no quiero, yo encuentro sola.
Le mentí, lo que
pasa por mis manos se rompe. Por eso pinto, mañana quiero el desafío de mirar
cómo el mar odia a la tierra, da brazadas para poder hacerla suya. Como cuando
el marido de Kiara, quiso cogerme con prepotencia y yo le pegué un rodillazo en
los huevos. Llamo a Kiara, porque tiene el hacha levantada para matar un árbol, donde me
siento a mirar ideas. Después pinto cosas mucho más lindas de las que nadie hubiera
imaginado.
—¿Qué te
molesta? Ya sé, el árbol. No hay leña, decido yo porque esta es mi casa.
Kiara tiene la
soberbia de los que ignoran. Por eso J. inventó:
—Enriqueta me
tiene ganas, patética. No la invites más o vengan solas.
Tengo todos mis
cuadros en la pieza más seca de su casa. El flete llega mañana, el conductor
sabe un montón de pintura, su viejo fue curador, le gustaban mis cuadros,
ofreció un espacio para exponerlos. Muy generoso de su parte, pero no.
A mitad de
viaje, pedí que se detuviera, bajé las pinturas, él no decía nada. Les eché
gasolina y detrás de la fogata se venían olas que nunca llegaron.
—Mi hermano era
el autor de tanta maravilla, no le interesaba vender ni exponer, yo lo copiaba
mal y destruí todo. Fue hace cuarenta años, cuando se lo…no importa. El mar no
me interesa, me da miedo. Detesto a Kiara y a J. más, la casa tiene olor a
nadie. Sé que boceto mal y pinto peor. Mis pensamientos son de la gárgola
vomitando odio.
Hablé todo el tiempo, de espaldas al conductor. Era suficiente, quise volver a mi casa, cuando me di vuelta, el flete ya no estaba.

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