Había una mesa ocupada con cuatro personas
de barrigas cerveceras. La única conversación seria y equilibrada. Cuando
terminamos de comer los miré y parecían un cuadro de Brueghel.
Me acerqué y los felicité por sus
conversaciones, y en especial, al que leía La Nación. Eran serios, pero cuando
me escucharon largaron la carcajada. Íbamos a desayunar Café Cabrales, el único
lugar que tenían ese café. La señora que atendía se quejaba todo el tiempo, por
lo caro que estaba todo. Ella nos cobraba caro, carísimo. El mar da hambre,
cada vez que salíamos a comer nos cobraban el triple de lo que pagamos en
nuestro pueblo.
Por suerte la playa estaba pelada, sólo
había una zona de sombrillas bien dispuestas.
Vicente tuvo un viaje imprevisto, dijo
volver en una semana y no volvió. Tengo la ducha para mí sola, nadie me
apremiaba con el: “apurate”. Tenía la cama para mí sola, podía comer lo que
quisiera.
Tomaba un whisky en el bar del frente, todos
los días. Me di cuenta que me convenía por el precio comprar una botella y no
concurrir más al bar de enfrente. El mar estaba enojado y me castigaba
quitándome el placer de hacer la plancha, donde terminaba la tercer rompiente.
Escuché el silbato del bañero y su reto posterior.
Vicente volvió para pedirme el divorcio. Le
di vuelta la cara, como toda respuesta. Ahora vive con su secretaria. Armé mi
bolso y subí al auto de él.
En un cruce encontré al bañero haciendo dedo. Clavé los frenos y le abrí la puerta, él ascendió con una sonrisa y un gracias. Le pregunté a dónde iba y él contestó: “A donde vayas vos”. Apreté el acelerador al fondo, nunca supe cuál era mi destino. Con él a mi lado me enteré y después…que el lector lo imagine.

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