—Nos pasamos
mirando y él nos mira también, nosotras miramos primero. ¿Qué nos tiene que
mirar? ¡Que corra las cortinas, Alejandra, o que se mude!
—Eso sería
demasiado.
—¿Por qué?
—Porque
entonces, ¿quién nos miraría?
—Yo quisiera
saber para qué nos mira tanto. Será porque pasamos desnudas de la ducha al
dormitorio. Si fuéramos jóvenes todavía, pero a los ochenta, para mí que es un
psicópata.
Ella tiene la
secreta esperanza que alguien mire sus colgajos y que él, que nos mira, se haga
la cabeza. He notado que algunos días, alguien le seca el pelo y lo peina, no
le cuento a Yolanda, porque seguro va a querer ir para conocerlo, naturalmente.
Le dan permiso mis comentarios. Miré con los prismáticos su arribo al que mira
la ventana. Volvió blanca como la harina.
—Me atendió su
mujer, más grande que él, pensó que era una amiga, me hizo pasar a su
habitación. Él preguntó: “¿Quién es?”. No se puso de pie ni quitó su mirada de
la ventana. La mujer que lo cuidaba, le dijo: “Hubo una confusión. Querido, se
equivocó de departamento. ¿Te acompaño a la sala que hay más sol?” Lo escuché
en mi lenta salida: “No gracias, prefiero aquí, es mi ventana y aunque no veo,
imagino dos ancianas que me miran. Si quiere tomarse unas horas, no olvide que
las ruedas de la silla, son mis piernas y las manejo con los controles, sin
ayuda de nadie. No sé para qué la contrataron”.

No hay comentarios:
Publicar un comentario