El primer día me
habló con la intención de venir a casa. La invité y los silencios se pegaban a
nuestros pasos reemplazados con whisky y el sonido del hielo. Pasó una semana,
es hipocondríaca, no había explicación que bajara los niveles de su histeria.
Ella los alentaba leyendo las noticias, cerraba la compu cuando me escuchaba
bajar las escaleras.
—Hoy cocino yo,
una sopa liviana y compré una baguette.
Vi su reflejo en
el espejo, el nervio del ojo derecho le temblaba, no lo podía controlar, se
caló los anteojos negrísimos, se pintó la boca y empezó a cocinar. Sopa de
letras, las letras estaban crudas.
—Vos me diste el
caldo que hacíamos cuando éramos chicas. Le agregábamos pan. Jugábamos a la
casita en la bohardilla.
Se le cayó la
charola.
—Te prohíbo que
digas jugar, ahora no es un juego, es ahora.
No exagera, no
le puedo decir “no exageres”. Tiene la cara tan joven, la han operado muy bien,
somos iguales, siempre fuimos parecidas. Nunca nos casamos ni tuvimos hijos.
Ella es Anestesista y yo también. Nuestra ideología fue aceptar la vejez, yo sé
que es estúpido, pero hicimos un pacto. No nos fallamos a nosotras, fallamos al
pacto. A las dos nos gustaba la sopa de letras, las baguettes y el cirujano que
nos operó. Ninguna quiso y redujo el trámite, que él no lo propusiera a
ninguna.
Me miro en el
espejo, me late el ojo izquierdo, la mesa donde tomamos la sopa tiene una sola
charola. Miro enfrente y ella no está. Nunca estuvo. Tapo el espejo con el
mantel, no soporto estar sola.

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