No es una buena
hora para salir del boliche. El Gran Buenos Aires, de noche parece el preámbulo
del final. Soy un tipo grande, no sé cómo me conocen mis amigos. Yo no
reconozco que eso que dicen sea yo. Hay un viejo tan obsesivo, se sienta en la
misma mesa, parece que la tuviera alquilada. Se instala con un codo, el
derecho, depositado en la mesa y sostiene su mejilla con la cabeza ligeramente
inclinada. El pecho hundido rodea un espacio de la silla, apoya el codo y deja
caer el brazo y la mano laxa. El Mozo ni le pregunta, copa de vino de la casa.
Lo toma despacio, como si hubiera trazado un tiempo matemático de cuarenta y
cinco minutos. Cada vez que lleva la copa a su boca, levanta el dedo meñique.
La sombra se proyecta en la pared, con la exactitud de una película repetida.
Pasaron unos tres
meses y la mesa fue ocupada por otro viejo igual de obsesivo. Una mano
sosteniendo, con codo en la mesa, la cabeza ligeramente inclinada y el otro
brazo, doblado en el respaldo de la silla. Éste pedía grapa en un vasito de
licor. El Mozo preguntó la primera vez que lo atendió y luego le llevaba de
memoria, a diferencia del otro, el pecho era erguido, pero la obsesión del tiempo,
la postura y el dedito levantado era exasperante mirar con la sombra
recortada en la pared, como película repetida.
Pasaron tres
meses y el viejo dejó de venir.
Un día, entré
sin pensar y me senté en la misma mesa de los anteriores, noté que el modo de
estar de los viejos, era la más cómoda distribución del cuerpo. El formato
guardaba una diferencia, mi panza comenzaba arriba de mi pecho y se engrosaba
hasta rozar la mesa. Vino el Mozo y le pedí una pinta de cerveza negra. Después
de la pinta, parecía que venía sólo el meñique levantado, no pudo ser nunca, me
lo rebané en la fábrica.
Pasaban los
días, yo no era fóbico, pero mi reloj biológico, después de tantos años, viró
en acostumbrado. Cuando me fui, casualmente, a los cuarenta y cinco minutos,
biché mi sombra y era siempre la misma.
Un día me tomó el cansancio de tanto
cotidiano. Caminé a la salida a un metro de la pared de la calle, puedo jurar
ante Dios, que caminaba solo, delante de mí caminaba la sombra del que tomaba una
copa del vino de la casa, me inquietó porque veía el recorte de la sombra, pero
no el viejo. Delante, miré la sombra en la pared, del que tomaba grapa en
copita. Comencé a inquietarme, mi sombra iba conmigo, me reconocí por la panza
y por ser el único de los tres que hacía ruido de pasos.
Había empezado a
preguntarme si acaso las sombras mueren.

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