—Benjamín ¿Vamos
a trepar médanos? ─preguntó el padre, deseoso de caminar arena, elongar sus
piernas, que circulara la sangre de su cuerpo agobiado de nódulos, por el
extenuante trabajo en la ciudad.
Sentado
permanente frente a la computeadora, así la nombraba, haciendo horas extras para
el proyecto vacacional, prometido a su mujer y sus hijos. Las dunas, queridas
por todos, el mar tibio, panacea del sol hirviente.
—Papu, veo que
estás seguro de ir conmigo, esperá que me ponga la capa del hombre araña.
El padre lo miró
con orgullo, era un enano lindo e inteligente, se caló los anteojos amarillos,
más grandes que su cara, el viejo lo tomó de la mano, mientras Benjamín propuso
que era mejor caminar con manos libres.
—Es para no
sentirme un bebé ¿sabés?
Se despidieron
de la madre en voz baja, ella ni escuchó, dormía profundo. Faltaba Antonia, que
tenía la costumbre de desaparecer como una lagartija. Con trece años, todavía
tenía celos de su hermanito prodigio.
Emprendieron la
caminata subiendo con dificultad y bajando tobogán. En la tercera duna llegaron
a lo alto, el padre se puso blanco tiza y tapó los ojos de Benjamín.
—No mires, hijo,
este espectáculo no es para niños, vamos pronto, me desmayo o la mato.
En medio de las
dunas Antonia se revolcaba abrazada al bañero con un entusiasmo descarado.
El padre
emprendió el regreso dando puntapiés en la arena, la cabeza gacha y triste.
Benjamín quedó atrás, pero logró alcanzarlo.
—Bueno, papá, no
te pongas así, es Antonia, peor que fuera mamá.

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