La acompañé a
sacar pasaje, subimos al taxi con los cinco chicos, cuatro de ella y uno mío.
Nos habíamos disfrazado, sombreros y cintas con flores, vestidos largos y
alpargatas sucias, ella llevaba sus apuntes y cuatro libros, yo todos mis
cartones de Bellas Artes y una maqueta, mientras lo niños hacían lo que mejor
saben, que es joder, nosotras hablábamos de unas parejas amigas, que se casaron
equivocadas por no usar anteojos. Luego no modificaron nada de tal situación.
Tan entretenido que ella volvió de sacar los pasajes y al subir al taxi se dio
cuenta que los había perdido. Le tocó al tachero, el hombro, con la punta de
una birome:
—En esta esquina
dejame!! ─y lo pinchaba una y otra vez.
—Acá no se
puede, tenés que esperar media cuadra.
Bajó sin pagar,
sin saludar y se llevó sus hijos acaramelados, no tenían nombre los chicos,
ella seguía con la punta de la birome y los hacía bajar:
—Uno, andá, dos,
andá, tres, andá, cuatro, vení que te llevo upa.
Los vi correr y
me dio risa, al tachero también. Seguí hasta casa, bajé la maqueta, los
cartones, se me voló el sombrero y lo corrí.
—Buenas tardes,
gracias.
Y escucho al
tipo desesperado:
—Te olvidaste de
pagarme.
—Disculpá, acá
te dejo, perdón, chau.
Y vuelvo a
sentir la voz del tachero:
—¿No te
olvidaste de algo más?
—No, nada, bajé
todo.
El tipo me miró
y señaló un rincón de atrás. Mi hijo de nueve meses, hecho un bollito,
dispuesto a seguir viaje. Siempre fue muy independiente.
El querubín
tiene ahora treinta y tres años, todavía recuerda que un día lo quise perder en
un taxi.

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