Se levantaba a
las seis y le preparaba un desayuno americano, leche con copos, tostadas, un
huevo frito, manteca haciendo rulos y un pomelo abierto. A las nueve entraba
ella a su trabajo, trasladaba expedientes a la compu, Silvia equivalía a tres
empleados, fueron suspendidos. Su velocidad adelantaba una hora y llegaba a
preparar la comida. Siempre platos diferentes para amor.
Él cumplía con
la ingesta, pero su hígado no daba más del diario huevo frito y los platos
sorpresa. No tenía vesícula y como sabía las consecuencias, disminuyó sus
desayunos. Comía una tostada con té verde. Llevaba una manzana a la oficina y
la comida de la noche dos nueces con gelatina.
Silvia se
ofendió, amor despreciaba su comida. Ella comía lo que él no, para no
desperdiciar. Se puso gorda, no entraba en su ropa. No compraba nueva porque
amor elogiaba cómo con poco llevaba la casa. Él adelgazó, los trajes le iban
tan grandes que se compró dos para reemplazar.
—Amor, te
compraste dos trajes, tres camisas y una musculosa, si seguimos así vos hacé
los mandados, yo recién cobré, en el Banco no queda nada. Pedí hacer seis horas
extras, no habrá más remedio que cocines vos, faltaré el día completo.
Amor gustó de
aquella idea, no le vería sus gordos cachetes en todo el día.
—Amor, no
lavaste la ropa, levantate temprano y de paso planchás.
Amor no decía
nada, porque Silvia traía la plata que faltaba. Ahora lo llamaba “ché”,
desterró lo de Amor:
—Ché, tenés que
lustrar los pisos, mirá cómo están, pasá la aspiradora a las alfombras, cambiá
las sábanas todos los días. A la muchacha despedila, si te quitás la morriña,
vos podés con todo. Nunca limpiás los goznes de las puertas y te olvidás de los
vidrios. Ché, si encuentro los vidrios
sin limpiar cuando vuelva, con mi sueldo no cuentes más.
Cuando ella se
fue, Che Amor, atravesó la puerta para nunca más volver.

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