Un grupo de viejos se sentaban en el medio del
bar en dos mesas juntas, años de la misma ceremonia. Morían uno por año, pasaba
un año y moría otro. Los que quedaban miraban los ventanales. Cuando fueron
sólo dos, decidieron no concurrir al rito del café.
Hubo una persona
que realizó un rápido boceto. Logró captar el gesto de cada viejo, en la cara,
las manos, las curvas de la espalda. Transportó el boceto a una tela y la pintó
al óleo. Concluido el trabajo le pidió al dueño del bar colgar el cuadro en el
lugar. Lo aceptó de inmediato y le dieron un lugar de privilegio. Eso alegró a
los parroquianos, un cacho de historia que disfrutaban mirando con nostalgia.
Pasó el tiempo,
con esa manía que tiene de pasar. Debido a las noches de rock del mismo lugar,
los personajes sumaban agregados, con fibras indelebles, bigotes algunos,
cuernitos, fuck you, por las mañanas el cuadro aparecía sin mácula. Esa manía
del tiempo del deterioro. El traje del viejo verde, perdón, el traje verde del
viejo empezó a diluirse. Con los otros personajes sucedió lo mismo, hasta que
todos se ausentaron del cuadro. Esa imagen de los viejos amigos desapareció. A
los concurrentes les era indiferente. La mesas fueron reemplazadas por otras
que se juntaban y todas las mañanas el grupo de nuevos viejos se charlaban vaya
a saber qué, pero se reían.
El dibujante
formaba parte del nuevo grupo, tenía casi la misma edad que los otros. Desde la
calle hizo un boceto con sus compañeros. Él no se puso porque era el que dibujaba.
De pronto se trasladó unos pasos, para tener una visión más clara y cayó en el
hueco de un edificio a construir.
Este grupo
quizás más supersticioso que el anterior, ante la muerte del dibujante, no
asistió más. Una mañana se instalaron en las mesas nuevos viejos. El hijo del
dibujante tuvo ganas de hacer un boceto.

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