miércoles, 20 de diciembre de 2017

TIBETANEANDO

                                                     
   Su deseo se cumplió gracias al padrino que le pagó el pasaje, con su raro sueldo de portero.
   Los Monjes Tibetanos lo recibieron observando el protocolo milenario que los precedía. Su primer tarea, que fue de una extensión añosa de superficie y de oficio, limpiaba pisos a mano con sus rodillas transformadas en rocallosas. El trabajo se incrementaba en horas, hasta llegar a 24 hs. Allí abandonaba la limpieza y comenzaban los rezos y el aprendizaje de las escrituras simbólicas tibetanas. Más tarde llegaron los cantos colectivos, solitarios, subterráneos y sin respiración. Pasado un tiempo, cuya medición nada tenía que ver con la occidental, pidió una audiencia con el Monje Superior de 300 años de edad. Esta deidad vivía sin comer, ni beber, desde los 10 años.
   —Me arrodillo ante su tibetableada vida, para rogarle me permita ascender a la más alta cumbre de todas las del lugar.
   El Monje despidiendo flores con olor a dentífrico artesanal:
   —Por supuesto, recuerda que la cuesta es empinada y verticalista, cuando la cima te espere debes clavar tus isquiones, anudar tus piernas, enderezar tu columna, elevar tu pecho y descansar tus manos sobre las rodillas, haciendo un fuck you, al Universo en su totalidad. Practica tus rezos ancestrales y olvida el tiempo, invención del hombre sacrílego.
   Al cabo de veinte años de celibato, consentido o sin él, apareció su prometida. Desde las Tibet alturas, la veía del tamaño de un punto. Sintió que sus piernas se desanudaban sin dolor alguno, abandonó sus gestos de manos y con pasos leves llegó hasta donde estaba la mina. La miró con el fondo que formaban las cumbres, en especial una de más altura que la elegida con anterioridad. Saludó a todos y paso a paso ascendió a la otra cumbre. El Maestro le guiñó un ojo, se sintió autorizado. La mina se fue. Hizo bien, él no recordaba el significado de encubicular, pero si recordó el aburrimiento de sus padres.  

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