Su deseo se
cumplió gracias al padrino que le pagó el pasaje, con su raro sueldo de
portero.
Los Monjes
Tibetanos lo recibieron observando el protocolo milenario que los precedía. Su
primer tarea, que fue de una extensión añosa de superficie y de oficio,
limpiaba pisos a mano con sus rodillas transformadas en rocallosas. El trabajo
se incrementaba en horas, hasta llegar a 24 hs. Allí abandonaba la limpieza y
comenzaban los rezos y el aprendizaje de las escrituras simbólicas tibetanas.
Más tarde llegaron los cantos colectivos, solitarios, subterráneos y sin
respiración. Pasado un tiempo, cuya medición nada tenía que ver con la
occidental, pidió una audiencia con el Monje Superior de 300 años de edad. Esta
deidad vivía sin comer, ni beber, desde los 10 años.
—Me arrodillo
ante su tibetableada vida, para rogarle me permita ascender a la más alta
cumbre de todas las del lugar.
El Monje
despidiendo flores con olor a dentífrico artesanal:
—Por supuesto,
recuerda que la cuesta es empinada y verticalista, cuando la cima te espere
debes clavar tus isquiones, anudar tus piernas, enderezar tu columna, elevar tu
pecho y descansar tus manos sobre las rodillas, haciendo un fuck you, al
Universo en su totalidad. Practica tus rezos ancestrales y olvida el tiempo,
invención del hombre sacrílego.
Al cabo de
veinte años de celibato, consentido o sin él, apareció su prometida. Desde las
Tibet alturas, la veía del tamaño de un punto. Sintió que sus piernas se
desanudaban sin dolor alguno, abandonó sus gestos de manos y con pasos leves
llegó hasta donde estaba la mina. La miró con el fondo que formaban las
cumbres, en especial una de más altura que la elegida con anterioridad. Saludó
a todos y paso a paso ascendió a la otra cumbre. El Maestro le guiñó un ojo, se
sintió autorizado. La mina se fue. Hizo bien, él no recordaba el significado de
encubicular, pero si recordó el aburrimiento de sus padres. 
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