—¿Te puedo dar
un beso?
Es débil, sin
convicción, vos estás muerto por ella, soñás de día y de noche, la ves de
lejos, está sola leyendo en un banco, se pone de costado y las piernas te
vuelan. Vas despacio y le decís: —¿Te puedo dar un beso?
Ella te mira los
granos: —Rajá de acá, boludito.
Si querías un
acercamiento certero, le preguntabas: —¿Me podés decir qué hora es?
Y ella con una
sonrisa, te habría contestado:
—Son las nueve.
Vos le decías: —Gracias.
Y ella: —De
nada.
Te ahorrabas el “rajá
de acá” y el “boludito”.
Pasan dos años,
te seguís haciendo el bocho con la minita, dejaste de estudiar, de dormir, de
hablar, para que todo el espacio lo ocupe ella, y vos imaginando cosas que van
más allá de un beso. La ves sentada en el banco, desde hace setecientos días,
siempre a la hora del sol. Hoy es Domingo, que es más triste que el Lunes,
porque después del Domingo, viene el Lunes, que per se es tristísimo. Te
dirigís al banco con paso firme, te sentás al lado, abrís el mismo libro que
lee ella, en la misma página. Hacés rapidito una mancha de birome en la página
que leen ambos. —¡Ay! Y es prestado, yo me muero. ¡Qué hago!
La mina te mira:
—¿No me mostrás en qué estado está tu libro?
Vos se lo das
tomándote la frente como el Pensador.
Ella dice: —Están
iguales, yo te doy el mío y vos me das el tuyo, a mí las manchas no me
importan.
Cuando intercambian
vos le das un beso en la mejilla: —Gracias, sos un amor de persona.
Ella te mira un
poco asombrada, no tenés más granos, usás una barba suave y tu pelo es largo
poeta. Es más, ni te reconoce.
Con voz de
gacela dice: —¿Y si vamos a tomar un heladito de limón acá en frente? Yo te
invito…
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