sábado, 2 de diciembre de 2017

MRS KILCAT

                                                
   Se había puesto vulnerable con los años, la Sra Kilcat no vivía lejos del pueblo, pero sus caminatas la hacían sentir cada vez más lejos. Se compró un sulky con dos caballos de patas percheronas. Una noche escuchó que arañaban su puerta y sin pensar, se levantó y abrió.
   Una gata blanca y negra, saltó sus pantuflas y se metió en el ropero escondiendo su miedo. La Sra Kilcat, dejó que hiciera y prendió la leñera porque el frío pinchaba. Sintió unos ruidos dentro del ropero y luego cuatro consecutivos, recién nacidos, redonditos como ovillos de lana.
   —Yo te bautizo Caty. Vos y tus hijos, ya somos flia. Luego de veinte años de soledad, me siento acompañada.
   La gata la miraba, mitad agotada, mitad temeraria. La Sra le contestó a la mirada: —Yo te ayudo, te doy calor y comida, no me mires con inquina.
   La gata, indiferente, como todos los gatos, aceptó. Pero se metió ella y su cría en la cama de dos plazas. Más protegida que el ropero. Le brindó una sopa tibia en la mañana, mientras los críos se prendían a sus tetitas. Los dos más chicos quedaban afuera hasta la segunda vuelta.
Fue al pueblo en sulky, para la compra diaria. Los proveedores la querían por pertenecer a una flia rica, devastada por la crisis del treinta. Ella era única sobreviviente, considerada un baluarte de la historia pueblera.
   Compró más que de costumbre. Eso asombró a la gente que sabía todo y nada de la Sra Kilcat. En todas las callejas había papeles que rezaban: “Interesante recompensa por devolución de gata blanca y negra, preñada.” Cuando la Sra descubrió los carteles tomó el sulky y en cinco minutos llegó a su rancho. En medio de su agitación, contó a Caty: —Te buscan por doquier, Caty, a mí antes no me interesaba nada, pero a la vejez viruela descubro imprescindible dormir con todos Uds, no me gusta rogar, pero en este caso amerita. Duerman conmigo en invierno y en primavera corran la floresta, las acequias y algún ratón despistado. No se acerquen a la aldea, no es para asustarte, Caty, pero ha llegado a mis oídos, que les encantan los asados de gato. Son herejes. Al no haber vacas…
   La gata le saltó a la falda y ronroneaba con la felicidad de alguien que dejó de ser huérfana.
   Los gatitos repatingados, panza arriba, dejaban que el sol les matara las pulguitas.
                                                   

No hay comentarios:

Publicar un comentario