En medio de la
limpieza, yo, con mi ropa agujereada, los pelos parados, subiendo y bajando de
rodillas y de pie. Desplazando sillones pesados. Bichi, que se le rompieron dos
persianas, trataba de arreglarlas cuando la aspiradora prendida, echaba humo por
el enchufe. Hubo que destapar dos cañerías, eso nos llevó una hora a cada uno.
Con el
lavarropas, todo mal, perdía agua por atrás y por adelante y del secarropas ni
hablar, tuve que romperlo para sacar la ropa que estaba adentro.
Nos pusimos a podar
porque adentro no se veía nada. Después que rebalsó la poceta, se inundaron las
alfombras. De a poco nuestras manos se transformaron en mancas. Nos miramos a
los ojos y nos abalanzamos sobre el cafecito y un pedazo de queso de rallar.
Nos reíamos porque estábamos mojados y con todas clases de hojitas pinchudas.
Parecíamos soldados camuflados.
Alguien se
prendió al timbre y no lo soltaba. Abrimos y eran las dos hermanas de Bichi,
con sus maridos y los chicos.
—Parece que
llegamos en mal momento.
Se hizo
silencio.
—Y sí, la verdad
que llegaron en muy mal momento, —dije yo con toda furia— por favor, váyanse
ahora mismo.
Quedaron tan
ofendidos que contaron a nuestros amigos que éramos unos mugrientos.
Bichi dejó de
hablarles a sus hermanas. Yo no les di más importancia de lo que merecían.
Me olvidé de decir que el más chico de los chicos, perdió un dedo en el primer portazo. Me dio bronca, porque esa puerta había quedado impecable y quedó manchada de sangre y un dedito en el piso. Nos pidieron que les devolviéramos el dedito. Pasaron los recolectores y se llevaron nuestras bolsas de basura, con el dedito adentro.

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