Es como esas
cosas que no queremos desprendernos. Vaya a saber qué mandatos me obligan a
tenerlo aquí, entre nosotros.
O tal vez, las
campanadas de la Iglesia, en lo de mi Abuela, sea un recuerdo entrañable de mi
infancia.
Había una
ceremonia que nos encantaba a los chicos. La hora de darle cuerda con esa
llavecita minúscula, el poder de los ojos de mi Abuelo sobre las agujas. El
grandioso privilegio de dos vueltas y media.
Con el paso del
tiempo y las muertes sucesivas, el reloj, vino a vivir a mi cocina. A veces el
tic tac me parecía alto y las campanadas llegaron a taladrar mis oídos.
Se rompió en dos
oportunidades. La última vez nos dijeron que el reloj no iba más. Si
preferíamos cambiarle su máquina.
—No, gracias.
El reloj se fue
al living. No molesta que haya callado. Su silencio me recuerda esos viejos
solos, de algunas plazas.
Se mantienen
ahí, no necesitan correr más… Sólo esperar.

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