Me gusta ir al
cine los sábados, es más barato. Una chica se sentó al lado de mi butaca.
Cuando empezó la película, nos rozábamos los brazos. Los apoyabrazos estaban
muy cerca.
Ella masticaba
caramelos forrados de celofán, hacía mucho ruido. La gente se quejaba y se le
cayeron al piso. Los juntaba con la mano, uno por uno. Después los introdujo en
su cartera. Se concentró en la película y las escenas donde ocurrían cosas
tristes, se emocionaba y lloraba. La miré de perfil y su nariz era como la mía.
Ella quería disimular.
—Aquí tengo
pañuelitos —le dije en voz baja, me dijo “gracias”, con el hipo de llorar.
La película
terminó con la muerte del personaje. Largó el moco de nuevo y no paraba, ni
siquiera en el “The End”.
—Permitime que
te tome del brazo, así salimos.
Seguía
emocionada y decía:
—¡Qué
injusticia, pobrecita!
Quise resarcirla
con un cucurucho de chocolate. No habíamos caminado dos pasos y se le cayó en
la vereda. Su sensibilidad era exagerada, lloraba de nuevo por la película, no
por el helado. Lo pisó, casi se cae, si no fuera por mí.
—Disculpá, me
olvidé los anteojos. Voy a buscar el auto en el estacionamiento, si querés te
llevo.
Le pregunté,
como pudo ver la peli sin los anteojos. Me contestó:
—Esta es la
tercera vez que la veo, me la sé de memoria.
—¿Y para
manejar?
—Manejo de
memoria, no tengas miedo, llevo un GPS que me va indicando.
La miraba
mientras manejaba, hacía los mismos gestos que yo, le dije que nos parecíamos
mucho, la diferencia era la nariz.
—Me hice la
cirugía, por eso la mía es respingada.
Nacimos el mismo
día, hasta en eso nos parecíamos. Vivo en camino de tierra y ella también, nos
encajamos, había barro, lo tuvimos que sacar y lo sacamos. La chica tenía más
fuerza que yo.
Por fin llegamos
a mi casa, me bajé y salió mi Madre a la puerta.
—¿Se puede saber
por qué la trajiste tan tarde?
—Recién me doy
cuenta, somos hermanos. Por olvidarme los anteojos no te reconocí. Sos un
tramposo. ¿Cómo no me avisaste?

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