Hacía una vida
recoleta y vivía en Recoleta. Sacaba por las mañanas a sus dos perritos “hueso
de pollo”.
Llevaba una
aspiradora del tamaño de un celular con batidora, apretaba una tecla y las
pequeñas deposiciones evanescían en la atmósfera de la plaza. Contribuía con el
medio ambiente alimentando el aire con mierda, parecía cuidadosa.
El césped y las
baldosas quedaban impecables.
La vieja tenía
un piso inmenso para ella sola. Desde mi lugar, un cuarto despojado, donde
tenía un colchón en el piso, un televisor que no funcionaba, unos prismáticos
antiguos, podía observar el piso de la vieja, tenía muebles franceses, oropeles
inútiles, tan inútiles como ella. Algo en común conmigo.
Crucé a su
edificio y no quité mi dedo del timbre, hasta que abrió la puerta. Le gustó mi
insistencia, nadie llamaba a su casa. No me presenté, ella tampoco. Sirvió el
“Five o’clock tea” con dados de pan viejo. Las palabras entre solitarios se
deslizan solas. Me dirigí al lunar con pelo y le propuse intercambiar
viviendas. Bien aburrida debía estar la vieja, aceptó de inmediato.
Dejó los
perritos. En mi edificio estaban prohibidos. Era un placer vivir en ese piso,
cuando espiaba a la vieja no pude entender cómo parecía tan feliz con mi
covacha. Yo dormía en cama doble, colchón relleno de duvet, una pena que el
ebanista no hubiera firmado sus trabajos. Eran Miguel Angel, segunda parte. Los
sanitarios estampados daban gusto hasta a los perritos, tan educados que
tiraban la cadena y se limpiaban con papel higiénico. Me enteré de la muerte de
la vieja, por el portero chusma, como son todos los porteros. La santa me dejó
como único heredero del piso y dineros ahorrados en cajas de seguridad
bancaria. Fui hasta la Villa 31 e invité a tíos, primos, sobrinos y a mi madre,
que había imaginado mi muerte sin aviso. Gente marginal ocupó los cuartos, con
bonhomía y respeto al mobiliario y sus oropeles.

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