lunes, 13 de febrero de 2023

LOS DIGNOS

 

   Hacía una vida recoleta y vivía en Recoleta. Sacaba por las mañanas a sus dos perritos “hueso de pollo”.

   Llevaba una aspiradora del tamaño de un celular con batidora, apretaba una tecla y las pequeñas deposiciones evanescían en la atmósfera de la plaza. Contribuía con el medio ambiente alimentando el aire con mierda, parecía cuidadosa.

   El césped y las baldosas quedaban impecables.

   La vieja tenía un piso inmenso para ella sola. Desde mi lugar, un cuarto despojado, donde tenía un colchón en el piso, un televisor que no funcionaba, unos prismáticos antiguos, podía observar el piso de la vieja, tenía muebles franceses, oropeles inútiles, tan inútiles como ella. Algo en común conmigo.

   Crucé a su edificio y no quité mi dedo del timbre, hasta que abrió la puerta. Le gustó mi insistencia, nadie llamaba a su casa. No me presenté, ella tampoco. Sirvió el “Five o’clock tea” con dados de pan viejo. Las palabras entre solitarios se deslizan solas. Me dirigí al lunar con pelo y le propuse intercambiar viviendas. Bien aburrida debía estar la vieja, aceptó de inmediato.

   Dejó los perritos. En mi edificio estaban prohibidos. Era un placer vivir en ese piso, cuando espiaba a la vieja no pude entender cómo parecía tan feliz con mi covacha. Yo dormía en cama doble, colchón relleno de duvet, una pena que el ebanista no hubiera firmado sus trabajos. Eran Miguel Angel, segunda parte. Los sanitarios estampados daban gusto hasta a los perritos, tan educados que tiraban la cadena y se limpiaban con papel higiénico. Me enteré de la muerte de la vieja, por el portero chusma, como son todos los porteros. La santa me dejó como único heredero del piso y dineros ahorrados en cajas de seguridad bancaria. Fui hasta la Villa 31 e invité a tíos, primos, sobrinos y a mi madre, que había imaginado mi muerte sin aviso. Gente marginal ocupó los cuartos, con bonhomía y respeto al mobiliario y sus oropeles.

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