Siempre me mira
con ojos que ya saben. Me quito el corpiño y las tetas de cabra me llegan hasta
las ingles, a mí me molesta pero no le digo. La enorme bombacha cae hasta los
pies, pobre culo, alguna vez te han usado y ahora son dos globos desinflados. Me
sigue mirando con la indiferencia del pasado. Yo no le digo nada, hace mucho
tiempo que sabe, que ya no pasa. Y no es con él, ni nunca fue. Igual me mira,
el gesto eterno de amargura, de odio, sin ningún arrepentimiento.
Le grito que se
tape la cara, no soporto más esa contemplación de perro castigado. Da la vuelta
y me mira por el espejo. Quito el maquillaje grotesco para saber dónde están
mis ojos, se juntan con las ojeras operadas, tarde y en vano. Una piel bajo
otra piel y las papadas superpuestas. El resto es papel crepe. A él no lo miro
nunca, ni cuando era joven.
Tengo el
recuerdo del otro, lo pienso todos los días. Me trataba bien al principio, no
estaba enamorado, fue puro sexo, pero del bueno y después nada. Doloroso el
nada. El único, el principal. Hace cincuenta años que estamos juntos y me sigue
mirando. El deterioro de la traidora, lo disfruta, lo acompaña.
Salgo a regar
las plantas, canto desafinado sin alegría, lavo alguna ropa y me distrae. Abre
la puerta del dormitorio y me grita:
─Ya tenés cama,
salió positivo, te van a venir a buscar.
Parece contento
el desgraciado, pero no puede dejar de mirarme.

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