Me dejó cuando
faltaban cuatro días para el “Día del Padre”. Hacía tiempo que quería conocer
Morón, ni una nota, ni un adiós, no la vi más.
Al cumplirse una
década de su ausencia, hizo su aparición en Atacama, alquilé un taxivión hasta
allí y se había esfumado también. Hice un recorrido por donde suponía que la
encontraría. Llegué a Bahía Esperanza y la vi. Flaca, con la misma ropa que se
fue, de su mano había un niño de unos cuatro años.
Ella dijo: —Ahora
sí puedo volver a casa, quiero que la familia sepa que sos el abuelo de este
querubín celestial.
Cuando pasé del
asombro a la curiosidad los abracé a los dos, el niño sonreía, mientras me
decía al oído que tanto abrazo lo dejaba sin aire.
Quise que mi
hija echara claridad a tan negra ausencia. Tomamos el Vapor de la Carrera,
tenía a mi nieto dormido en mi regazo. —Papá, fueron tiempos en que si no
cambiaba domicilio, a cada rato, ahora no tendrías una hija viva.
Yo había
presentado recursos de amparo, hasta que me di cuenta que los recursos no
tenían recursos y los amparos no amparaban.
El niño miró el
río, la costa, los árboles, no dijo nada, miraba todo con ojos nuevos y se me
piantó un lagrimón.
Faltaban cuatro
días, para el “Día del Padre”. 
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