Se lastimó la
mano con el cortapapel del escritorio, pensó que no tenía filo y abrió la
cuenta de Arba, como hacía su padre, eran tan altos los impuestos, que se había
propuesto no salir de las conductas normales, hacer lo que estuviera dentro de
sus posibilidades, lo demás navegando en el olvido. —Qué bestia que soy, me ensarté
el cortapapel en las venas de mi muñeca izquierda.
Se envolvió con
una toalla y gritó el nombre de su amiga Soledad, vivían juntos desde chicos,
pero jamás pensaron ni sintieron ganas de otra cosa, con otros tampoco.
Enfermedad que se llama “Libido Ausente”.
—¡Cómo te vas a
cortar así, Ramiro! Te quisiste suicidar, yo te notaba triste y deprimido, pero
qué te iba a decir si somos iguales. La sangre que te sale parece un grifo
abierto.
—Soledad, no
seas mequetrefe, estoy cerca del desmayo.
Ella puso la
mano de él sobre las toallas del otro baño. —No puedo contradecirte, Ramiro, si
tu deseo es suicidarte, hasta te puedo ayudar, siempre respeté tus elecciones.
Uno se acobarda frente a sus propias decisiones, somos casi hermanos, excepto
cuando se nos dio por besarnos, fue tanta la impresión que metimos nuestras
bocas en detergente, con lavandina y trenet. ¿Te acordás que estuvimos
alejados? El olor a lavandina nos hacía sentir que cuando comíamos, éramos dos
sanitarios enfrentados.
Ramiro estaba
blanco. —Soledad, prefiero morir desangrado, antes que seguir escuchando tus
boludeces, cortame la otra, de paso tenés un motivo para llorar en tus
depresiones. Sonó el timbre, dos facturas más de Arba. Soledad juntó todas las boletas,
las embebió en las manos de Ramiro y se fue en bici hasta el banco. Pegó las
cuentas en la puerta y con un fibrón rubricó: ARBA, ASESINOS SERIALES.
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