Para darme
ánimos ponía el Himno a la Alegría y caminaba el largo pasillo de casa de
estudiantes, girando a la izquierda seguían las largas tres cuadras, yo hacía
tres más por la vereda de flores celeste raro, daban paz. Llegaban a mis
olfativas los tilos perfumantes. El reloj de la diagonal, tan diputeado por el
Colegio San José, daba que faltaban tres minutos para la clase del Profe Aquino. ¿Cuál era su
Filósofo predilecto de las tres horas? “Santo Tomás de Aquino”, todos los
forros le llenaban la clase como si fueran tomistas. Al llegar a la esquina de
la que no faculta, más bien dificulta, frenaba con mi suela derecha y me
detenía.
Había una fuerza
que exigía a mi cuerpo cambiar el rumbo hacia el Bar Astro. Estaba ella en
línea recta a mi mesa, dos más allá, siempre a la misma hora, leía hasta el
atardecer, menos sábados y domingos, me preocupaban esos dos días, los odiaba,
los hubiera borrado del calendario. Debía ser el único que amaba los lunes ¡Ah
los lunes! Ella caminaba con sus jeans de patas largas que le hacían un culito
glorioso y las remeritas que insinuaban tetitas menudas, mejor, las tetas
grandes me parecen ordinarias. Un pelo rubio, sin teñir, le tapaba la cara,
dejando ver una nariz respingona y una boca para comerte mejor. Llevaba una
trenza que incitaba a deshacerla o formar parte de ella. Según la tarde. Leía
con ganas y tenía otro pilón de libros durmiendo al lado de sus larguísimos
brazos.
—¿Por qué no te
la levantás? Acepta seguro, animate.-Dijo Juan, el mozo, ex compañero del
Nacional-.
Una tarde de
primavera, ella estaba ya metida en un libraco. Juan me guiñó un ojo. No quise
parecer un cobarde y nadé hasta su mesa, me senté enfrente suyo, pregunté el
obvio, estúpido:
—¿Cómo te llamás?
Se quitó los
anteojos y me miró con ambición.
—Yo soy José Pablo y vos ya sé, por Juan.
Tenía una voz
más grave que la mía.
Me levanté de
inmediato, salté el mostrador e incrusté la cabeza de Juan en el espejo.
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