En una mesa
redonda con sombrilla un señor, camisa blanca, moña azul con lunaritos blancos
y un jacket fetén. Sentado, frente a una silla donde descansaban su sombrero y
un bastón.
Pasó un obrero
vestido con ropa de trabajo naranja y un casco partido, descascarado, una
herramienta y la frente sudada. El Señor de la sombrilla mostró asombro: —¿Valentín?
—El mismo que
tiene enfrente ¿Cómo sabe mi nombre?
—Soy Rufino,
dame un abra…dame la man…,
no me des nada y sentate, te invito un café.
no me des nada y sentate, te invito un café.
Valentín, sin
querer tomó asiento en la silla del sombrero. El amigo dijo. —No importa, vos
sabés que recién me lo plancharon y en un lugar especial que se ocupa de estas
cosas.
Valentín dobló
el sombrero al medio y lo enganchó en su cinturón, apoyó su casco en la silla
del sombrero y cambió a otra.
—Rufino, hacemo
el cambiazo, me llevo tu sombrero fenómeno, livianito y a vos te regalo mi
casco ¿Lo aceptás?
—Desde luego,
veo con alegría que seguís siendo generoso.
Tomaron el café.
Rufino levantaba el dedo meñique para el brebaje, Valentín revolvió tanto el
azúcar, que la taza tomó velocidad y aterrizó en el jacket de Rufino. Éste se
puso de pie, se dirigió a su amigo y con toda parsimonia se quitó el saco.
—Valentín, este jacket es tuyo, acéptalo tranquilo porque yo, no volveré a usarlo.
—Valentín, este jacket es tuyo, acéptalo tranquilo porque yo, no volveré a usarlo.
Valentín miraba
el saco, no entendía pero no quiso despreciar. No le iba a preguntar por dónde
se ponía, se lo colgó del cinturón, a caballo regalado no se le mira el tajo.
Rufino se levantó, palmeó la espalda de su amigo, que lo llenó de cal. —Amigo,
llevo apuro, un gusto haberte encontrado.
Valentín lo vio
partir y lo corrió: —Te dejabas el casco, ponételo que hay un solazo.
Él mismo se lo
enjaretó. Volvió a la mesa y el mozo, presto, le trajo la cuenta en bandejita
de latón.
Valentín tomó la
cuenta, se la metió en el bolsillo. —Gracias, mozo, muy amable.
El mozo, con
ojos desviados, dijo: —Señor, me lo tiene que pagar.
Él no tenía un
centavo, pero se le ocurrió mirar los bolsillos ocultos del jacket, le pagó cien
dólares y le dijo que se quedara con el vuelto. El mozo quedó tan paralizado,
que hubo quien le tiró algún mango, pensando que era una estatua viviente.
Valentín tanteó
otros mágicos bolsillos y había dólares para vivir un año sin trabajar. —Este
Rufino, siempre igual, me acuerdo en la Escuela cuando me regalaba el sánguche
de la Cooperadora, porque decía que era inmundo. 
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