Un camión
bamboleante nos dejó en un ocaso rojo con tierra que flotaba haciendo niebla,
enojada si filtraba algún rayo de sol convincente. Eran casas rectangulares,
con gente de piel violeta y mirares extraviados, con molicie que espera, no se
sabía qué pero esperaban. Salía olor a cachaꞔa, daba miedo entrar, hacia dentro de
las construcciones había gentes amontonadas como ganado. Fue difícil encontrar
la ruta, de noche no para nadie, los pocos en camino miraban el cartel de “Casas
Pernambucanas” y aceleraban. La mujer de una estación de servicio se acercó y
dijo que el marido se iba en veinte minutos. Nos hizo pasar a un cuarto de
madera verde nada. La mujer me dejó entrar al baño. —Señora, uso el pajonal.
—Si prefiere que
venga una culebra y le pique el culo…cosa suya.
Mis compañeros
de viaje me ponían temerosa, no hablaban ni entre ellos ni conmigo. Subimos los
tres a la cabina, el hombre saludó apenas. —No pasen más por “Casas
Pernambucanas”, si durante tres horas se aquietan las voces y se llenan de
pingas, suelen atacar al extranjero.
Nos siguieron
tres autos largos, viejos y un jeep. Tocaron bocina. El camión se abrió,
pasaron y se metieron en un camino insinuado.
—Bueno,
siguieron los filhos da puta, me dio miedo la chica, porque son de aprovecharse
de las mujeres.
Yo casi
desaparezco, los chicos no me iban a defender. Bajamos a tomar agua de una
vertiente. Empezó mi viaje en solitario.
Un viejo tejía
coys con madroños, le pregunté dónde estaba. —Voce encontró “Ceará”. Si soporta
el infierno recto de esta playa le doy ciento cincuenta coys. Voce vende no
norte y deija dinero na conta do Banco Nacional do Brasil.
—¿Y después qué
hago?
—O que voce
quiser.
Llegué al Pueblo
de Abraham, diez casas compraron la mercadería y le deposité al viejo en un banco pequeño. La preta que
atendía dijo que los miércoles arribaba un helicóptero de la Fuerza Aérea
Argentina y volvía a Bs As. Apenas tuve fuerzas para aceptar que la preta se
comunicó. Tenía llagas, los labios partidos, mi cuerpo estaba asado. El
helicóptero bajó unos cuarenta paquetes y me tiraron dentro como si fuera un
paquete.
Aterrizaron en
un lugar raro, pero tenía olor argentino.
Me subieron a un
micro que me dejó en la esquina de mi pensión. La dueña estuvo una semana cambiando
paños y curando quemaduras. Cuando me repuse, gracias a sus cuidados de madre,
ella estaba de espaldas a mí, abriendo una persiana.
—¿Cuál es tu
próximo paso?
—Conocer otros
lugares, haré dedo de avión, quiero llegar a Polonia, los milicos de la Fuerza
Aérea Argentina me ayudarán.
Cuando me di
vuelta, la señora de la pensión pidió sentada en el piso, que la abanicara,
estaba blanca.

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