martes, 28 de noviembre de 2017

EL CAMINO LO LLEVA


   Un camión bamboleante nos dejó en un ocaso rojo con tierra que flotaba haciendo niebla, enojada si filtraba algún rayo de sol convincente. Eran casas rectangulares, con gente de piel violeta y mirares extraviados, con molicie que espera, no se sabía qué pero esperaban. Salía olor a cachaa, daba miedo entrar, hacia dentro de las construcciones había gentes amontonadas como ganado. Fue difícil encontrar la ruta, de noche no para nadie, los pocos en camino miraban el cartel de “Casas Pernambucanas” y aceleraban. La mujer de una estación de servicio se acercó y dijo que el marido se iba en veinte minutos. Nos hizo pasar a un cuarto de madera verde nada. La mujer me dejó entrar al baño. —Señora, uso el pajonal.
   —Si prefiere que venga una culebra y le pique el culo…cosa suya.
   Mis compañeros de viaje me ponían temerosa, no hablaban ni entre ellos ni conmigo. Subimos los tres a la cabina, el hombre saludó apenas. —No pasen más por “Casas Pernambucanas”, si durante tres horas se aquietan las voces y se llenan de pingas, suelen atacar al extranjero.
   Nos siguieron tres autos largos, viejos y un jeep. Tocaron bocina. El camión se abrió, pasaron y se metieron en un camino insinuado.
   —Bueno, siguieron los filhos da puta, me dio miedo la chica, porque son de aprovecharse de las mujeres.
   Yo casi desaparezco, los chicos no me iban a defender. Bajamos a tomar agua de una vertiente. Empezó mi viaje en solitario.
   Un viejo tejía coys con madroños, le pregunté dónde estaba. —Voce encontró “Ceará”. Si soporta el infierno recto de esta playa le doy ciento cincuenta coys. Voce vende no norte y deija dinero na conta do Banco Nacional do Brasil.
   —¿Y después qué hago?
   —O que voce quiser.
   Llegué al Pueblo de Abraham, diez casas compraron la mercadería y le deposité  al viejo en un banco pequeño. La preta que atendía dijo que los miércoles arribaba un helicóptero de la Fuerza Aérea Argentina y volvía a Bs As. Apenas tuve fuerzas para aceptar que la preta se comunicó. Tenía llagas, los labios partidos, mi cuerpo estaba asado. El helicóptero bajó unos cuarenta paquetes y me tiraron dentro como si fuera un paquete.
   Aterrizaron en un lugar raro, pero tenía olor argentino.
   Me subieron a un micro que me dejó en la esquina de mi pensión. La dueña estuvo una semana cambiando paños y curando quemaduras. Cuando me repuse, gracias a sus cuidados de madre, ella estaba de espaldas a mí, abriendo una persiana.
   —¿Cuál es tu próximo paso?
   —Conocer otros lugares, haré dedo de avión, quiero llegar a Polonia, los milicos de la Fuerza Aérea Argentina me ayudarán.

   Cuando me di vuelta, la señora de la pensión pidió sentada en el piso, que la abanicara, estaba blanca. 

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