Se me puso la
piel de gallina cuando mi abuela Lela, mató una gallina, nunca vi a nadie hacer
tanto kilombo para ese asesinato. Encima era conocida mía, la llamaba Coco y
las dos nos reconocíamos. La asaron con limón, yo no quise ni mirar. Mi Abuela
me corrió por toda la casa, con una patita, diciendo: —Está rica, crocante, te
va a gustar.
Me escondí en un
árbol con un agujero que tapaba y destapaba con una rama que le iba perfecta.
Ahí pude hacer el duelo de Coco, llorando un par de horas. Al día siguiente, Domingo,
Lela me pidió que fuera a Misa con ella. En el camino pude ver en sus brazos
los arañazos de Coco. Se vestía como inmigrante que era, toda de negro con una
mantilla negra.
—Supongo que
irás a confesarte.
Contestó muy
fresca: —Yo no tengo ningún pecado, no es preciso.
Corrí su manga y
señalé los arañazos. —Sí, tenés que ir, Lela, es un pecado capital, “No matarás”
y vos ayer asesinaste a Coco, sino lo confesás Diosito te va a castigar.
Se quedó bien
callada.
—Andá vos que te
deben sobrar.
—No, porque no
tengo ningún pecado, pero lo mío es de verdad.
—Nunca mentís?
—Jamás miento y
nunca le confesaría nada, a un tipo que ni sé quién es.
Ella levantó sus
ojos a la cúpula: —¡Dios mío, Señor, perdona a mi nieta, no sabe lo que dice!
Mocosa, es un sacerdote, no un tipo.
A mí siempre me
parecieron tipos con vestidos negros hasta el piso y mi Abuela lo entendió,
durante la semana sacó el gallinero. Regaló pollos a sus hermanos y la vi
persignándose, al menos estaba arrepentida, me puse contenta. Duró poco, abrí
la heladera y estaba llena de cadáveres de pollo.
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