Estaban en la
salita amarilla, la de los cuatro años, sabían jugar y se respetaban, el que
perdía aceptaba. La Señorita los quería, aunque gritaban como cerdos, y la
saludaran con un beso pringoso de mermelada. La Maestra pensaba: —Cómo odio a
estos bastardos, no me da culpa, los padres sienten igual. Cuando los traen, la
pura sonrisa, cuando los retiran las bocas se fruncen.
Los cuatro
respetuosos formaron una pelota de cuatro, el estado nervioso de su primer
pelea seria, produjo un entrevero de cuatro piernitas enroscadas, formando ochos
trabados, con bracitos imposibles de desanudar. Había dos cabezas al medio y
una que circulaba desde el cuello, con el balanceo de nueve uñitas mugrientas,
que clavadas la trasladaban en círculos.
La existencia de
una cabeza ya no estaba. La Directora rompió sus tacos, buscando con
responsabilidad bien puteada. Faltaba media hora para la salida de los niños.
El marido de la Psicopedagoga, era Médico Quiropráctico, lo convocaron de
urgencia. Las Maestras untaban los cuerpitos con gel y la Portera echaba tazas
de agua tibia con detergente. El Médico trabajó y logró desanudar las
piernitas, no fue lo esperado porque quedaron con marcas de anillado, tres
quebraduras de tobillo, dos desplazamientos de caderas y cuatro manos con
muñecas y sus respectivos dedos, fisurados. Había tres cabezas impecables, la
Secretaria encontró la cuarta bajo su escritorio, unida al cuello que había
logrado extenderse medio metro del cuerpo.
Debieron llamar
a la ambulancia e internarlos en el Hospital de Niños. Por distintos medios se
hacían pedidos de Médicos Traumatólogos y Cirujanos, para recomponer aquel
rompecabezas.
Cuando los
Padres llegaron a retirarlos, mudos de espanto vieron la ambulancia, escucharon
las sirenas y los pinos taparon las luces rojas.
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