Nosotros somos
dos y tenemos un sistema de vida, pleno de ritos establecidos. Vivimos de noche
y dormimos de día.
Endogámicos por
elección, carecemos de grupo de pertenencia. Yo tengo un blog y escribo un
cuento por día. Los subimos a las doce de la noche.
José es
Jardinero, Piletero, Cocinero. Ambos leemos, él planta helechos, árboles. Nos
fuimos de La Plata, con ánimo de huir, Tandil nos recibió con cara sin sonrisa.
Yo leo, pero
siempre fui ecléctica. A José le encanta la Navidad, el Fin de Año, lugares de
la costumbre que yo aboliría.
Llegó mi hijo
con su hijo. Respeta lo que no debe respetar, soy su Madre, no su amiga. Tiene
un vozarrón importante, su tema preferido es: “Yo el supremo”, su ego podría
forrar todo el planeta.
—Mamá, ponete
los anteojos.
Ni cerró el
auto, ni saludó, el bolso lo fue pateando hasta el living.
—Mirá mis
últimos trabajos, son muy buenos, trabajé tres días seguidos sin dormir,
pasando a otro tema, ¿qué hiciste de comer? Por tus ojos hinchados, recién te
levantás. Acá todavía hay gente buena, que es mi Papá, llenó la heladera y la
voy a atacar.
Empezó a
llenarse la boca como un animal, igual. Seguía contando la ruta de sus
vacaciones, los borcegos fueron a parar a medio camino, entre los dormitorios y
el baño. Voy corriendo para lavar mi cara, que no me encuentre tan desgreñada.
Tropecé con sus borcegos y me caí de boca, de pecho, de piernas.
—Pero Madre.
¡Qué torpe que sos!, vivís cayéndote, caminá, hacé yoga, si no estás leyendo
estás escribiendo o mirando películas, después te quejás que tenés el culo
chato y la panza gorda.
Nuestra casa no
es grande, pero cuando viene él, es un monoambiente. Le iba a contestar, hice
un paso hacia atrás, perdí la vertical, estaba sobre su bolso, importunando,
claro que me caí y golpeé con el vértice de la mesa.
—Mirá, pendejo
de mierda, si te da mala onda visitarnos, no vengas y si querés comer, preparate
vos el almuerzo!
Y el Padre, que
lo quiere y me ignora cuando llega el niño:
—Pobrecito,
dejalo, ésta es su casa, él puede hacer lo que quiera.
Pensé
contestarle algunos improperios, pero el personaje de La Mala, que vengo a ser
yo y el otro personaje que es un santo, no es capaz de pararle el carro y
exigir que me respete. Trago el sapo.
El hijo de mi
hijo, es como un fantasma, se sienta en un rincón y su mundo es el celular. El
niño viene por dos días y se trae todo su placard, deja el bolso en la cocina,
las camperas tiradas donde venga, son iguales.
Luego las
peleas, costumbre insoslayable, en sus visitas. Era un niño angelado hasta los
catorce. A los dieciocho, se fue de casa y ahora, a los treinta y cuatro, es lo
que conté, pero yo lo quiero, más que a nadie en el mundo.
No se queda más
de cuatro días, lloro cuando se va, al mismo tiempo es un alivio. Trato de
borrar sus rastros de casa, para no derrapar en la tristeza. Cuando limpio soy
distraída, encontré una foto que tomó su Padre, mi hijito con ocho años,
sentado entre vegetación tropical, un sombrero de alas anchas y esos ojos
entornados, los brazos apoyados sobre sus rodillas como un adulto y yo en una
diagonal, casi tocando el borde, con mi eterno cigarrillo, en una silla de
playa, asoma mi vieja visera y nuestros ojos alineados, con un amor, de para
siempre.

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