Mi compañero
desde hace más de treinta años tuvo un abuelo que no conocí. Fueron siempre tan
sutiles y cálidos los recuerdos de su nieto. Lo quiero más que a cualquier
componente de su familia. Siento que sí lo conozco y me hace ensoñar lindo,
tanto como mi padre. Cuando huelo el tabaco de una pipa presiento que el abuelo
está presente en ese humo. Virgilio se apropió de mi cabeza. Él vive en el
pentagrama que define su nieto. Si tenía buen humor, le dejaba meter las
tostadas en su taza de café bien oscuro, no como el de los chicos, clarito y
con leche.
Vivía en una
Villa de Córdoba, rodeada de bosques y casitas de cuento, habitadas por músicos
diversos. Pintaba al aire libre, teniendo como fondo el Pan de Azúcar, había
olor a trementina y óleos de todos colores. En la Villa hacía coros con su
familia y los nietos. Virgilio tocaba el violín y la abuela el piano, únicos
momentos que ella se cruzaba con el bienestar. El abuelo corregía la música que
hacían los nietos con sonrisas, tocando su violín a la altura de los más
chicos. En una capilla abandonada ejecutó un concierto y entró dios aplaudiendo
“¡Por fin el recinto sirvió para algo bello!” dijo dios y se quedó por ahí. Le
habló a Virgilio, que estaba en otra cosa y no escuchó nada, porque era ateo.
Volvieron de un
paseo por el monte y se sentó en su cama, los chicos, agotados, se tiraron
alrededor. Todos vieron cómo le costaba quitarse un zapato, fruncía toda la
cara y el zapato parecía no querer dejar su pie. Agachó la cabeza, mirando la
suela y pidió que le trajeran una tenaza de inmediato. Era un clavo, que
comenzaba en la suela y se introducía trecho largo y enhiesto en su propio
pellejo. Lo quitó, con ese silencio digno que lo ocupaba siempre. Corrió una
brisa angelada y recordó el violín, solía despedir el sol con alguna sonata
entrañable y dulce como el atardecer sereno.

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