El invierno
castigaba cada día un poco más, no podía faltar a la posibilidad de viajar y
encontrar a mi hermana, por razones pertinentes que no pienso ni debo contar,
ni en un cuento siquiera. Es angosto el espacio, callar congela la memoria en
un momento que no.
Fue mi primer
viaje en barco, los camarotes los sentía como cárceles cerradas y agobiantes.
Tenía náuseas y para estar todo el tiempo de la litera al baño, preferí salir a
cubierta. No había ningún pasajero, allá en el fondo vislumbré un hombre con
sombrero y orejeras de lana, a pesar de mi vergüenza, me acerqué, pedí permiso
y me senté a su lado. Tenía un amplio paletó de zorros, botines de esquimal y
mitones de nutria. Le pregunté:
—¿No es
demasiado mi descaro para con Ud, pasar su brazo por mi hombro?
Se abrió el
sobretodo y me dijo muy serio:
—Yo le triplico
la edad y no tenga miedo, por dios, hace demasiado frío. Venga niña, siéntese,
que este abrigo cubre mejor que un iglú.
Me puso las
orejeras y a partir de ahí lo escuché salteado, él iba a ver a su hermano en
Jordania, como yo. No le pude contestar nada y estaba tan protegida que me
dormí de inmediato. Él tarareaba canciones de esas tierras desconocidas por mí,
ancestrales. Melodías más alegres que tristes y eso me dio más valor que
cobardía. En un momento sentí una bolsa de agua tibia, mojó todo nuestro
interior, toqué con mis manos, cuando me miré era sangre que salía del hombre
por su pecho. Me puse de pie e iba a gritar, la tempestad en el mar tapa
cualquier sonido humano. Fue providencial, tenía un cuchillo en mi mano y yo
misma le di tajos profundos al hombre, sin pensar.
Lo que hice me
arrastró al camarote, el dolor me impedía respirar, tenía un cuchillo filoso
clavado al medio de mi espalda.
El que limpiaba
la cubierta por la mañana, encontró un arroyo de sangre desde la reposera del
hombre, hasta el camarote de la mujer. Llamó al Capitán de a bordo y a dos
Oficiales. No pudo hablar, les señaló con el dedo, lo que ninguno supo
explicar.

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