Siempre fue grandota, tenía la misma edad que
nosotros, pero nos llevaba dos cabezas. En el Aula se sentaba en la última
fila, para no tapar el pizarrón. Begonia, tenía brazos gordos y manitos
redondas. Los hombros eran anchos y parecían tener una pelota de football en
cada uno. La panza le llegaba al cuello. La cintura no estaba en los planos de
su cuerpo.
Las piernas de
Begonia no le permitían correr, caminar caminaba, pero su cara tenía dibujado
el sufrimiento. Había dos cosas bellas, su pelo abundante y largo y los ojos de
almendra, azul ecléctico. Respondía a la tradición: “Todas las gordas tienen
cara linda”.
La queríamos
porque era un pan de Dios, dictaba en los exámenes, contaba cuentos verdes
desopilantes, imitaba a cualquiera a la perfección y hasta les hacía la misma
voz. Cuando advinieron las Fiestas, de 15, de 18, de 24, la gorda bailaba sola.
Los chicos le huían porque era de charlar mucho y con cualquiera.
Yo siempre le
era sincera:
—Begonia, si vos
bajaras de peso, serías la Reina del Mambo.
Según la Madre,
era glandular.
—Vamos a trazar
un plan y te aseguro que en diez meses, les pasás el trapo a todas.
Salíamos todas
las mañanas, al principio Begonia se arrastraba, después empezamos a caminar y
luego aumentó velocidad. Nos pagamos entre las dos, un Personal Trainer, venía
con su Novia que era Profesora de Yoga. No quería que hiciéramos pelotas, digo
Pilates.
—Hay que abrir
el pecho, levantar el esternón.
A veces nos
deteníamos a mirar el paisaje, con diversas respiraciones. En un año, Begonia,
llegó a tener un cuerpo armonioso, le adelgazaron hasta las manos. Cando íbamos
a los Boliches, los tipos se intimidaban, mucha mina, asusta. Begonia se
anamoró de un chico que le llegaba a las tetas, era negro y petiso.
Las amigas
envidiosas, como son casi todas las mujeres, le empezaron a prestar atención al
Corto Villegas, tocaba el saxo con tanta polenta que hacía levitar.
Fueron las que
se decían Amigas y después trataban de avanzarlo, con un descaro perverso.
Begonia me decía que lo que hacían las minas, era una putada.
—Vas a ver mi
venganza, para estas miserables.
Estábamos en un
rincón, chusmeando, se acercó la más arpía y le dijo a Begonia:
—Cómo toca el saxo, el Corto Villegas.
Puso tono
desafiante y Begonia, con dignidad, como era ella, le contestó:
—¿Viste que el
saxo no tiene estuche? No lo necesita, duerme adentro de mi sexo.

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