Vivíamos a cuatro leguas de distancia, no
nos queríamos, estando casi enfrente. Los enfrentes de los campos competían por
cualquier verdura, tomates, lechugas, rabanitos, berenjenas y algún otro que me
olvidé en la lista. Le pongo todo porque si no después me olvido. Yo no sé nada
de computear, así que anoto todo en una libreta negra.
Una noche lo encontré, le pedí perdón, él
aceptó. Estando solos hablábamos con los perros que no sabían más que ladrar.
Eso me hacía sentir loco, el idioma perro no lo conozco. Y los locos hablan
solos, el muchacho de enfrente hacía lo mismo.
─¿Qué te parece si construimos una cancha de
bochas y jugamos de tu casa a la mía?
─¿Y cómo lo vamos a hacer? El trayecto es
largo.
─Es muy sencillo, vos hacés tu mitad y yo
hago la mía.
Por fin lo terminamos. La inauguración fue
de noche y en verano. Yo le arrojé la primera bocha y aterrizó en su cabeza. Él
me la devolvió y me rompió la nuca. Nos morimos desangrados.
Me arrastré para salvarlo y él me escupió en
la cara. Pensé que me quería, fue mentira que me había perdonado. Empezó a llover
y poco a poco nos hundimos en el barro. Asomó su cabeza y mi nuca. Cuando el odio comienza, crece como la muerte
de dos campesinos solos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario