Nos sentamos
juntos en el bancote naranja, yo no lo conocía. Estaba triste y lloraba. Hasta
el último papelito, no dejé.
Él, con la
mirada recta al Dique, preguntó si me pasó algo grave. Le conté telegrama:
—Mi novio me
dejó, me echaron del laburo, choqué el auto, a mi viejo le dio un un paro
cardíaco…
Esperó los
instantes del rebobinado, dudó, pero me dijo:
—Vos tenés que
caminar, por todas partes, las sierras, las cuatro manzanas de las luces. Te
van a mirar, porque sos linda y por ahí te nace un novio nuevo.
Es un ingenuo,
pensé, optimista y más agradable que el psicólogo. Nos despedimos al
atardecer, me preguntó si el bancote
naranja me gustaba, le contesté que no:
—A mí tampoco.
Fueron sus
últimas palabras. Estoy siguiendo las recomendaciones de él, camino todo y voy
para el mismo bancote a descansar y esperar que aparezca.
Lo encontré en
pleno invierno, tenía el cuello al aire, le regalé mi bufanda.
Quiso saber si
me la tenía que devolver.
—No, es un
regalo por tu ayuda de aquel día. Y porque parecés un ángel.
Le pregunté
cuántos años tenía y me dijo nueve, además estaba acostumbrado a su madre, que
era maníaco depresiva, con mis mismos síntomas.
Regresé
temblando por el frío y para alejarme del monstruo, porque ese chico, es un
monstruo. Sabio, oportuno, afectivo,
inteligente. Todo lo que me digan, no quiere decir que no sea un monstruo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario