Vivíamos juntos,
pero separados. Abigail se fue apropiando de mi casa. Empezó por las flores, le
gustaba el césped inglés, después siguió con los árboles, los mandó quitar.
Quedó liso, cortadito el césped, aburrido.
Abigail,
defensora de los recursos no renovables, de los árboles. Se ataba a ellos para
que no desparecieran. Desde chica odiaba las quintas, donde sembraban
rabanitos, para después cosecharlos. Le gustaba la Naturaleza, tal como estaba.
Los Padres, orgullosos de Abigail y su militancia temprana a favor de la vida.
La vi crecer
frente a mi casa y me gustaba su proceder, pero nunca me enamoré de Abigail.
Era invasora de todo lo que la rodeaba. Si había una pileta, nadaba sola y no
dejaba que nadie se tirara.
—¿No entienden?
Quiero la pileta sólo para mí, vuelvan a sus ranchos ─pensaba que la pobreza
era un insulto.
Se presentó en
mi casa:
—Aunque te
conozco sólo de verte, quiero recorrer tu vivienda, se ve tan lujosa. ¡Oh! Qué
pisos, son de mármol de Carrera, o de otro carro, no sé cómo decir. Quiero usar
ese baño, voy hacer pis, tiene tantas ventanas y tanto sol, que si fuéramos
grandes, viviría en tu casa.
Después su
visita diaria, consistía en llevarse
pequeñas esculturas de marfil y traer de su casa, enanitos de jardín, que
distribuía sin equidad, por donde más molestaran.
—Les presento a
mi Novio, lo llevo de la mano porque es muy tímido.
Y así me
presentó a sus amigas.
Sus invasiones
tenían el formato de la Invasiones Inglesas. Muchas veces tuve ganas de tirarle
aceite hirviendo, para alejar aquél disparate de niña. Cuando pasaba la Mucama,
levantaba una pierna, para verla tropezar. Después se le reía en su cara:
—Menos mal que
sos tan torpe, eso me aleja de ser tu amiga, encima sos pobre, es deprimente.
No sé por qué debo dirigirte la palabra, sos Mucama. Así me enseñaron mis
Padres ─más tilingos que Abigail.
Llegó la
adolescencia, Abigail cambió de órbita, nos transformamos en Saturno. A mí me
bautizaron Saturno, mi Madre era hiponga y exótica. No sabía si yo era el
anillo y Abigail la esfera. La miraba mucho, me daban ganas de darle un beso.
Por suerte, después, esa idea comenzó a desaparecer.
De a poco nos
hicimos adultos, nos fuimos a vivir juntos, pero separados. Construí una
pileta, Abigail nadaba sola y no me dejaba meter. Copó la cama de dos plazas y
cerraba con llave. No tuve más remedio que dormir en un coy.
Ella ocupó todos
mis espacios. Una mañana decidí rajarme. Abigail no se dio cuenta, ni tampoco
le importó.

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