-Tenés que adelgazar Quintina, estás gorda-.
Lo decía su amiga librera, -Y cómo no voy a estar así, estos corpiños me
aumentan, son mi billetera, ya que me robaron tres mochilas, dos carteras y la
bolsa de los mandados, ahora espero que a nadie se le ocurra meterme la mano en
una teta para sacarme la guita-. La amiga tenía la mandíbula caída, como
siempre. –Che Quintina, vos llegaste a ser decana, publicaste libros, toda esa
sabiduría académica, podrías ser docente-.
Quintina no la dejó hablar más nada.
-En
vez de pensar por mí, porqué no me das laburo en tu librería, eso quiero. Tus
sugerencias, gracias, pero recién tiré-.
Su amiga la puso en la caja, le pidió que
fuera razonable, si le daba otra tarea pasaría todo el tiempo leyendo.
La librería, siempre vacía, se llenó de
gente. Quintina no daba abasto. Le compraban sus libros u otros que ella
recomendaba en los suyos. No faltó la cola de las dedicatorias, algunas las
hacía su amiga imitando su firma.
-¿Sabés una cosa, traficante de libros?¿Cómo
podés ser tan boluda de avisar por Internet que acá trabajo yo?, la putada de
sacarme fotos en la caja para salir mañana en los pasquines, te querías hacer
unos mangos conmigo, rata-. La amiga se puso a llorar, con hipos le decía
fifty fifty y lo vamos a visitar a Humberto.
Quintina le agarró la cabeza, le habló de
cerca con aliento a mil puchos, dijo –Humberto se murió, se murió, se murió. Burra, quedate con tus fifty fifty-.

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