Hace veintitrés
años que tengo una vecina psicópata. Cuando los hijos eran chicos les pegaba
igual que a los perros. A lo largo de nuestra relación vecinal echó aceite de
micro en mi vereda. Llamó en cinco oportunidades a la policía por menudencias, mi
enredadera invadía su propiedad, porque cuando riego mis árboles salpico sus
mosaicos, ni en la época infame visité tantas veces la policía. Sus brujerías
iban desde tirarme baldes con sapos muertos hasta dejar en la puerta pelos
atados con tiras rojas. Grita el día completo, se escuchan tres puteadas
benignas y tres malignas.
Casi al amanecer
percibí unas tijeras de podar y un serrucho. Salí volando de la cama y no pude
abrir la puerta, cientos de ramas y troncos me lo impedían. Abrí por el garaje y
cuando la vi le pregunté porqué hacía eso. Le noté la cara de loca desbundada.
Pasó a través de sus rejas una rama-lanza, me dio en el ojo, casi lo pierdo. Le
hicimos juicio, lo ganamos, la pena fue que todo siga siendo igual, obviamente
la ley no existe.
No quisimos,
pero el odio que le teníamos a éste pterodáctilo, era más grande que nuestra conciencia.
Elaboramos una estrategia, contribuyendo con el bien común. Pedimos a nuestro
hijo que venga de La Plata, como protector del desarrollo de nuestras acciones.
Llevamos a cabo
lo decidido. Mientras ella tendía ropa, nos abalanzamos desde la medianera y
empezamos con los cuchillos hasta el fondo de veintitrés años.
Nuestro hijo cebaba
mate.
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