viernes, 8 de abril de 2016

CRISTÓBAL


   Lo veía casi siempre a la salida del departamento. Ese pasillo largo que llegaba al centro de la manzana.
   Era inevitable verle, porque el ancho de la puerta sólo daba para su increíble personaje.
   Las chancletas destartaladas y su musculosa percudida no daban cuenta de sus maravillosos ojos griegos.
   Al principio me divertía cómo protestaban los vecinos.
   Decían que Cristóbal desprestigiaba la casa “Qué se creía. Eso no era un conventillo, que las expensas eran muy altas para tener un tipo en musculosa y chancletas en la puerta de entrada”.
   Como Ulises, mantenía una mirada alta, un perfil sereno. Sólo se movía un poquito para dejar pasar de cotè a la Señora de Guaraña.
   El viejo había sido un inmigrante griego, con un dinero traído, compró una casa chorizo en Berisso. Alquilaba cada pieza a una familia distinta. El baño y la cocina se compartían. En el medio de la cocina, un samovar de la otra tierra, funcionaba para las fiestas judías, ortodoxas, católicas, cumpleaños y fin de año.
   No se bien cómo murió el viejo. Cristóbal empezaba a contar algo, pero, en un momento se detenía, nos miraba y rajaba a regar los malvones. Así que como esto se repetía cada vez que recordaba al viejo, imaginábamos que “eso” le pertenecía y que los malvones eran bálsamo del mandato paterno.
   Cristóbal trabajaba de repartidor de quesos “La Paulina”.
   -Lo mejor que hay en quesos, viejo, yo que estoy en esto te lo garanto...-. Decía con orgullo.
   Viajaba en una camioneta tan destartalada como sus chancletas, verde oscura, con las marcas de las pinceladas, parecía un furgón del cementerio municipal.
   Nuestro edificio pretendía ser una construcción tipo, clase media, hacinada, pero con discreción. Si alguien quería ver al “otro lado”, sólo tenía que tocar el timbre en el departamento de Cristóbal. Se sentía un olor extraño, a batatas fritas, con plancha mugrienta y un humo que parecía instalado, daba un aura a la entrada de Cristóbal.
   Nos abría la puerta con toda franqueza, gritaba nuestros nombres como para que se enteren los muertos y nos palmeaba la espalda hasta derrumbarnos en sus aceitadas  sillas de cocina.
   En la misma cocina tomábamos mate y fumábamos como caballos. De todas maneras, el record de tragar humo, lo tenía el inefable Cristóbal.
   Se enroscaba contando anécdotas tristes, los ojos se le ponían transparentes, le complacía emocionarnos. Jamás se le quebró la voz, ni siquiera cuando lo echaron de “La Paulina”. Con la cabeza erguida y palabras tranquilas, nos relató la más atroz de las traiciones.
   Me acuerdo que lo agarramos de las manos, fue un reflejo del corazón. Él, me ofreció un mate, lo tomé de un solo trago. Me quemé hasta el alma. Pero no dije nada.
   El tipo bien valía llenarse la boca de ampollas.
                     

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