miércoles, 20 de abril de 2016

LEO FISBEIN

         
   Leo Fisbein huyó del hambre que cubrió Alemania. Desembarcó en Buenos Aires, tocó el violín en el barco junto a otros músicos. Le dieron una moneda grande a cada uno.
   Le brillaron los ojos cuando vio el boliche.
   Tomó asiento en una mesa. Le trajeron un puchero que le hacía cantar las tripas, se cruzó de brazos, vino la dueña: —¿No es del agrado del señor, esta comida?
   Leo, sin entender le dijo en un castellano chapucero, que aprendió en el barco: —No tengo ni el recuerdo de una papa echando vapor. No comí aún, pero está rica, rica. Voy a esperar al resto para empezar.
   La dueña le explicó que no había otros comensales, eso y señaló la fuente, es sólo para usted, señor. Le sirvió ella misma, cortó las papas y la carne del puchero. Lo vio semiderruido.
   A Leo le temblaban las manos en los cubiertos.
   Abrió la boca y comió sin parar durante cuarenta y cinco minutos. Cuando su estómago dijo basta, Leo miraba el puerto, el inmenso barco. Hubo algo más. Vio su cuerpo reflejado en la vidriera, sacó el violín y llenó el lugar con el agradecimiento que no tiene idiomas. La dueña, el cocinero y el ayudante, en estado de gracia, miraban las cuerdas con lágrimas de colores. Leo por primera vez, en años, sonrió.

                                                  

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