El punga anduvo en los burdeles meta y ponga. Enroscaba los mostachos entre el índice y el pulgar. Cuando oteaba alguna mina bien dotada, se mojaba la palma con saliva, para dejar el jopo acostado y con brillo. Antes de abordarla rozaba cada zapato con el tobillo. Después, nada más que un silbido chiquito le sentaba la mina en las rodillas. Fruncía el ceño y de costado le ensartaba un mordisco en la garganta.
La mina se dejaba, mansa, ofreciendo alguna teta a la altura del bigote, con el deseo ferviente que siguiera. Él, sin decir nada, la empujaba de prepo a la pieza exclusiva del Obispo. Antes de la fiesta se persignaba, era creyente el fesa, como todo mentiroso. La mina quería más de aquella cosa grande y verdadera. Cuando el sol se filtraba por el junco, partía sólo, a la deriva.
Tenía el vicio de dormir en algún banco de la iglesia. Las chicas de
En el pueblo nacían niños idénticos al punga. Nadie hablaba del fenómeno. Había al respecto un silencio, similar al de las dictaduras sangrientas.
Tal vez el inconciente colectivo admiraba a este hombre. El ayuntamiento lo nombró Ciudadano Ilustre de aquella comarca. Paseaba con orgullo por la plaza del domingo. De su cintura, al lado del facón oxidado, colgaban las llaves otorgadas, que él hacía tañir cuando los señores lo saludaban rozando los sombreros y las señoras inclinaban sus cabezas como geishas a disposición.
El Alcalde anunció la visita de
Dicen que vive en España. Las putas fueron las que lo extrañaron primero. Había meses de seca, pero los suelos de esa tierra se inundaron igual, tales fueron los ríos de lágrimas. Le hicieron un monumento frente al prostíbulo, otro dentro de la iglesia y el más grande se lo mandaron de regalo cuando se anunciaron las nupcias del punga con
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