Ramón encontró el bolso preparado a los pies de la cama y la ropa
de viaje colgaba impecable, de mayor a menor, fuera del vestidor. Coca era la
autora de organizar sus viajes mensuales al campo, ella se quedaba.
Cuando Ramón la despidió con un beso gastado, ella alejó su mejilla y apoyó el whisky matutino en la cicatriz. Todavía pensaba el choque como un agravio personal. Le señalaba la culpa con el vaso. Ramón le recordó la cita con el cirujano, sugirió que fuera con su mejor amiga. Él no podía llegar a tiempo, había complicaciones con el encargado. Coca no dijo nada. Desde el accidente no le dirigía la palabra. En el auto Ramón recordó la infausta cosecha y aceleró. Cortó por un camino de tierra, divisó el rancho y le sonrió al espejo. Él era feliz mirando sembrados, enamorado de esta pampa tan lisa. Protegido por el cielo y amparado por el rancho que Coca diseñó respetando el estilo tradicional, con techo de paja, paredes de adobe, galería austera y ventanas de juguete.
Ramón comía frente al espejo de la cocina. Miraba hacia sí mismo, recordó la cicatriz de Coca, sus ojos acusando, para tapar el odio de antes del episodio. Se acostó de su lado, respetaba sin querer, el lado de Coca. Una vez le apareció por sorpresa, hasta se reía con sonido. Fue un milagro para Ramón. Después, nunca más.
Se la quiso sacar de la cabeza y cruzó a charlar con el encargado, gordo buenazo que hacía el mejor mate del país. Remigio le daba paz. Casi ni decía, pero decía. Viajaban al mundo de ver luces raras en el cielo o caminar entre el maizal. Se reía Remigio cuando lo veía andar lento, como si fuera viejo. Ramón lo saludaba con la mano en alto y se metía en el rancho. Tenía un mensaje en el contestador, era la amiga de Coca. Una voz rara, le decía que Coca había partido, por propia voluntad. Le aconsejó que viajara, despacio, total ya estaba. Ramón caminó lento hasta el auto, manejó sin prisa, lloraba con ganas.
Cuando Ramón la despidió con un beso gastado, ella alejó su mejilla y apoyó el whisky matutino en la cicatriz. Todavía pensaba el choque como un agravio personal. Le señalaba la culpa con el vaso. Ramón le recordó la cita con el cirujano, sugirió que fuera con su mejor amiga. Él no podía llegar a tiempo, había complicaciones con el encargado. Coca no dijo nada. Desde el accidente no le dirigía la palabra. En el auto Ramón recordó la infausta cosecha y aceleró. Cortó por un camino de tierra, divisó el rancho y le sonrió al espejo. Él era feliz mirando sembrados, enamorado de esta pampa tan lisa. Protegido por el cielo y amparado por el rancho que Coca diseñó respetando el estilo tradicional, con techo de paja, paredes de adobe, galería austera y ventanas de juguete.
Ramón comía frente al espejo de la cocina. Miraba hacia sí mismo, recordó la cicatriz de Coca, sus ojos acusando, para tapar el odio de antes del episodio. Se acostó de su lado, respetaba sin querer, el lado de Coca. Una vez le apareció por sorpresa, hasta se reía con sonido. Fue un milagro para Ramón. Después, nunca más.
Se la quiso sacar de la cabeza y cruzó a charlar con el encargado, gordo buenazo que hacía el mejor mate del país. Remigio le daba paz. Casi ni decía, pero decía. Viajaban al mundo de ver luces raras en el cielo o caminar entre el maizal. Se reía Remigio cuando lo veía andar lento, como si fuera viejo. Ramón lo saludaba con la mano en alto y se metía en el rancho. Tenía un mensaje en el contestador, era la amiga de Coca. Una voz rara, le decía que Coca había partido, por propia voluntad. Le aconsejó que viajara, despacio, total ya estaba. Ramón caminó lento hasta el auto, manejó sin prisa, lloraba con ganas.

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