—Te ruego que la visites, mi Madre fue su última compañía. Ahora que está sola ¿Qué te cuesta? Si para ir a la Facultad, pasás todos los días por su edificio…nadie va, tiene otras hermanas vivas, pero tan ancianas y con motricidad limitada. Cuando viajo a Montevideo, voy al geriátrico, no carece de un cierto lujo y personal que las atiende. Las abrazo a todas, cada una me llama con nombres diferentes: “¡Hola, querido Haley.” “Mirá vos, qué buenmozo Alfredo.” “Dame un beso a mí también, Pancho ¡Qué lindo chico!” No saben quién soy y piensan que tengo veinte años.
Lo escucho por ser la persona que más quiero en la vida: —Papá, no me hagas ir, no es buena conmigo, exige que le cuente cosas de índole privada, me arrancó la cadena que me regaló mi Abuela, tu Madre, decía que pertenecía a su hermana Adela, que ella ni conoció. Se burla de mi vestimenta, dice que tengo el gusto atrofiado de Mamá.
Me mira con ojos de niño. —Si la visitás una hora, te regalo ese sobretodo de barracán que tanto te gusta.
Me pareció tan generoso, prometí pasar todo un día con la tía Ema.
Abrió Juanita, que le cocinaba como una diosa y limpiaba por donde ve la suegra: —Hoy está con un humor…
Apareció como un fantasma, vestida de negro y con un rodete picudo. Iba por los ochenta y ocho, hacía cuatro años que tenía ochenta y ocho, a ella los años le rendían mucho. Era alta y usaba un corset ortopédico para no doblarse como les sucede a los ancianos.
—Apareciste por fin, dejá que te bese yo, porque tengo un maquillaje invisible y temo que lo arruines. Tenés el té servido, podés mirar tele. Me voy a descansar, es probable que no me levante. Juanita, después de las seis, no atiende a nadie. Tenemos casi la misma edad, la entiendo. La comida está en el microonda, cuidá que no se queme.
Y desapareció entre habitaciones intrincadas. Nunca entendí cómo tantas, para una sola persona. Había sillones cubiertos con lienzos blancos. Fui a dormir y cerré todas las puertas. Ema, desde que yo era chica, hasta la actualidad, me contaba que por las noches, algunos lienzos se levantaban y rondaban diferentes lugares para charlar, recordar o asustar a los visitantes. Dormí con un balcón abierto, hacía frío, pero es mi costumbre el oxígeno nocturno, en especial para huir del olor a encierro y jazmines viejos. Me llevé un charu al balcón, por si se daba cuenta, y para disfrutar los árboles de la plaza. Mientras prendía el encendedor, la punta del charu mal armado hizo fuego. Una mano pesada en mi hombro, fue tal el sobresalto que giré y largué todo sobre la persona detrás. Era Ema con un deshabillé de nylon, de mil capas, que el fuego abrazó de inmediato.
Fui a buscar al Portero, ningún matafuego funcionaba. Hubo uno que sí. El edificio se salvó, la tía Emma no.
Yo declaré ignorar cómo sucedió.

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