El sillón más
cómodo, estructura de ratán y almohadones de duvet, puedo descansar mis piernas
presiesteras.
La espalda
semioblicua, con el sol de la tarde entreverado entre cañas y una puerta que le
da la bienvenida. El placer de los gatos dormidos, acompaña mi reposo. Observo
bufandas de luz, con pelusas microscópicas o alas de mariposas suspendidas en
el aire, como ausentes. Se me caen los párpados, imagino vidrios rotos que
separan su entero y flotan como besos olvidados, niños transparentes que juegan
a ser copos invisibles. Levanto mi mano cansada y trato de cambiar el rumbo de
las bufandas y puedo ver el sol que abandona sus dibujos. Los gatos vuelven a
la alfombra, el más chico sigue durmiendo, en el lugar de mi panza, donde más
me duele.
Cuando llego al
sueño tranquilo, se escucha la voz de la enfermera:
—Señora. –La Señora es mi Mamá, que tiene yeso en los
brazos y en las piernas, debe tener vendajes-.
Papá quedó
hipoacúsico, se rasca la espalda con una aguja de tejer.
—Por suerte el hijo no tiene nada, el Dr dijo que lo
traumático se cura. Se atiende solo, pero no contesta.
La Enfermera
insiste en llevarme a la cama. Le digo: —Me duele la mano, los dedos en especial.
—Mamita. –Me dice
la bestia- Es la memoria del cuerpo, la mano la perdiste en el accidente.

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