Voy al Banco dos
veces por mes, tengo las lumbares pinzadas, tres horas de pie es tortura. Llevo
un banquito tijera que perteneció a mi Abuela. En otra época ella y su hermana,
depositaban la bandeja del desayuno en medio de ambas camas. Es el recuerdo de
lo que sirvió y el antagónico del tiempo, sentar mi culo y esperar.
Hoy llovía, me
puse el piloto con capucha, un paraguas que parece una carpa, tengo una úlcera
en el ojo izquierdo, bajé mi capucha hasta cubrir vendaje, lentes y el paraguas
amparaba el resto. Era un iglú con vista a las baldosas, no veía caras, me dio
placer. Conté cuantas zapatillas pasaban, calculé sesenta pares, unos treinta
zuecos, veinte botas de lluvia, cuando mis cuentas se alteraron porque los
mismos calzados que iban, volvían, seguí combatiendo el aburrimiento con la
lindeza de no conocer a nadie, ni tener la obligación social de saludar. Mandé
cálculos sobre los pantalones, hasta las pantorrillas, cuarenta calzas, treinta
bombachas camperas, veinte vaqueros chupinos y ocurrió igual confusión de
cálculos. Los mismos que iban, volvían. Entorné los ojos y me mandé un sueñito.
La fila, a mis lados, generosamente respetaba mi espacio, luego comprendí que
mi paraguas salpicaba sus calzados, carteras y todas esas porquerías que en un
día así, no sirven para un carajo. Jugué a extender las piernas y un promedio
de cien personas, bajaron a la calle. Yo hubiera saltado, pero acá la gente no
es muy de jugar. A quince minutos que abrieran la catedral del dinero, extendí
mi mano derecha, mientras decía: —¿Tiene una monedita, buen hombre?
O: —Señora ¿no
tendría un peso para esta pobre mujer?
Ninguna de las
diez personas me dejó un centavo. Los días de lluvia ocurren milagros, una
mano, que le faltaba el dedo anular, me dejó cuarenta pesos, usaba galochas y
caminaba despacio. A los cinco minutos, un niño de unos cuatro años, me regaló
dos caramelos, preguntó por qué mi ojo tenía vendas, le expliqué someramente,
mientras vi sus zapatillas empapadas, con agujeros, no llevaba medias y su
campera le iba arriba del ombligo.
Le di el dinero
del señor de las galochas y le agregué unos pesitos más. Me tiró un beso. Entré
al Banco, colgada de ese beso.

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