viernes, 13 de abril de 2018

GESTOS


   Voy al Banco dos veces por mes, tengo las lumbares pinzadas, tres horas de pie es tortura. Llevo un banquito tijera que perteneció a mi Abuela. En otra época ella y su hermana, depositaban la bandeja del desayuno en medio de ambas camas. Es el recuerdo de lo que sirvió y el antagónico del tiempo, sentar mi culo y esperar.
   Hoy llovía, me puse el piloto con capucha, un paraguas que parece una carpa, tengo una úlcera en el ojo izquierdo, bajé mi capucha hasta cubrir vendaje, lentes y el paraguas amparaba el resto. Era un iglú con vista a las baldosas, no veía caras, me dio placer. Conté cuantas zapatillas pasaban, calculé sesenta pares, unos treinta zuecos, veinte botas de lluvia, cuando mis cuentas se alteraron porque los mismos calzados que iban, volvían, seguí combatiendo el aburrimiento con la lindeza de no conocer a nadie, ni tener la obligación social de saludar. Mandé cálculos sobre los pantalones, hasta las pantorrillas, cuarenta calzas, treinta bombachas camperas, veinte vaqueros chupinos y ocurrió igual confusión de cálculos. Los mismos que iban, volvían. Entorné los ojos y me mandé un sueñito. La fila, a mis lados, generosamente respetaba mi espacio, luego comprendí que mi paraguas salpicaba sus calzados, carteras y todas esas porquerías que en un día así, no sirven para un carajo. Jugué a extender las piernas y un promedio de cien personas, bajaron a la calle. Yo hubiera saltado, pero acá la gente no es muy de jugar. A quince minutos que abrieran la catedral del dinero, extendí mi mano derecha, mientras decía: —¿Tiene una monedita, buen hombre?
   O: —Señora ¿no tendría un peso para esta pobre mujer?
   Ninguna de las diez personas me dejó un centavo. Los días de lluvia ocurren milagros, una mano, que le faltaba el dedo anular, me dejó cuarenta pesos, usaba galochas y caminaba despacio. A los cinco minutos, un niño de unos cuatro años, me regaló dos caramelos, preguntó por qué mi ojo tenía vendas, le expliqué someramente, mientras vi sus zapatillas empapadas, con agujeros, no llevaba medias y su campera le iba arriba del ombligo.
   Le di el dinero del señor de las galochas y le agregué unos pesitos más. Me tiró un beso. Entré al Banco, colgada de ese beso.
                                                 

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